La segunda película de Matías Lira llevó cinco mil personas a los cines el día de su estreno y más de cuarenta mil durante su primer fin de semana en salas. Ese nivel de interés demuestra que hay mucho público para filmes chilenos, siempre que estos logren tocar ciertos botones.
Karadima no tiene perdón y está condenado, por lo menos en nuestro imaginario. Más allá del proceso en la justicia civil y de las conclusiones del proceso canónico, el caso Karadima se ha dado –como pocos- en las pantallas. Ante el silencio de la Iglesia Católica frente a las múltiples denuncias de abuso cometidas por el sacerdote Fernando Karadima, en 2010 una de sus principales víctimas, James Hamilton, decidió dar una larga entrevista por televisión y desde allí hacer presión para que la Iglesia y la justicia a revisaran el caso.
A partir de ese momento son múltiples los espacios en prensa que se han dedicado a este asunto. Y hoy es una película la que lo trae nuevamente a escena, para visibilizar aquello que estuvo oculto a la opinión pública por más de treinta años. Y no deja de ser paradójico que sea una realidad que ocurrió en las sombras de una poderosa parroquia y que quiso ser sepultada por la iglesia, la que hoy se exhiba en gran pantalla y convocando a miles de personas –por morbo, curiosidad, sentido de justicia y otros- a conocerla. “No hay nada oculto que no haya de ser manifestado”, dice el evangelio. Karadima debería haberlo considerado. Pero no lo hizo, básicamente porque –según nos muestra la película- Karadima era el rey de su propio reino. Soberano sobre la voluntad y los cuerpos de sus fieles. Una autoridad que –a pesar de estar al interior de la Iglesia y protegido por sus vínculos con la dictadura- no tenía que rendir cuentas a nadie, así poderoso y sin control podía controlar ilimitadamente.
Matias Lira construye en El Bosque de Karadima una narración instalada desde el testimonio de un ficcional Tomas Leyton -personaje principalmente, pero no únicamente, inspirado en Hamilton- mientras va entregándole al sacerdote a cargo de la investigación los detalles de su relación por más de veinte años con Fernando Karadima. Este acercamiento ya tiene un mérito importante, ya que la película expone la idea de que lo que hubo acá fue una relación que duro décadas. Una relación retorcida, desigual, extrema pero que se mantuvo por la fidelidad de la víctima y el poder del victimario. Es difícil entender lo que pudo haber pasado en la Parroquia del Bosque sin considerar el gran carisma y la personalidad seductora de Karadima. Allí el trabajo de guión y dirección, pero especialmente la actuación de Luis Gnecco merecen reconocimiento. El espacio de perversa ambigüedad está tanto en los gestos y miradas del actor como en el ambiente que lo rodea, construido eficientemente desde el arte y la fotografía de la película.
Aunque hacia el final puede resultar que la densidad del tema le queda grande a la película, superándola y no logrando cerrar con la potencia que el material ofrece, de todas maneras El Bosque de Karadima es una película muy recomendable y que se agradece. Es una eficiente construcción cinematográfica que logra contar la historia, pero sobre todo es un doloroso recordatorio de las posibilidades del alma humana, de su debilidad, de su egoísmo dadas ciertas condiciones. Esas condiciones requieren ser explicitadas y evaluadas, y El Bosque de Karadima es una buena invitación a ello.