Visto desde el prisma de la crítica chilena, el llegar adornada con la chapa de ganadora en el Festival de Sundance fue más que una buena tarjeta de presentación, una carga muy pesada para La Nana de Sebastián Silva. Con los ojos afinados (o afilados), la crítica la desinfló por su supuesta falta de valentía y carencia de una crítica hacia la “institución” empleada doméstica debido a su final con una protagonista reconciliada con su vida. Estaríamos así, ante un filme reaccionario.
Sin querer ni necesitar ser un abogado del diablo, creo que la película de Silva fue presa de miradas que buscaron una respuesta clara y sin piedad a tales cuestionamientos y al no encontrarla se la reprocharon. Porque si, basta un poco de sangre en las venas para reprochar que alguien viva en su lugar de trabajo y deje pasar sus días sin nada más que cumplir con los quehaceres que le demandan. ¿Pero porqué habría que hacer valer o impulsar tal justicia social en un simple filme? Más cuando La Nana se acerca más con su estilo visual realista -libre de cualquier edulcorante musical y con una firme cámara en mano- hacia el estereotipo y la metáfora social, y desde ahí conectarse con el espectador.
Una conexión buscada explícitamente en esa escena en donde Raquel al comienzo, en la cocina, come sola el día de su cumpleaños y mira directamente a la cámara. Esa es la nana y nos encara sin vergüenza, buscando cercanía. Un instante que funciona como espejo. Y tras ello, devienen sin freno las debacles y miserias del personaje, víctima de una rutina y odios contenidos que la carcomen por todos lados.
Conectados con tal inicio, es entendible que nuestra visión –presa además de la efectividad narrativa del filme- pida desde el inconsciente un escape feroz a tales quiebres y se sienta traicionada con la aparición de la compasiva y dulce Lucy, la nana que viene del campo y que termina sacando un rato a Raquel de la oscuridad de vivir en tierra de ningún afecto real. Se llega así al punto de la discutida ambigüedad o de la supuesta cobardía de no poner el dedo en la llaga, porque al final vemos una Raquel reconciliada con la vida, trotando y escuchando música por las mañana. ¿Pero reconciliada con qué?
Es que ese final supuestamente luminoso no es más que un breve respiro en una vida que a todas luces seguirá igual (¿algo más ha cambiado?). La Nana se muestra así como un reflejo de una sociedad que se vale de artificios (como un trote matutino, un MP3) para seguir adelante. Un Chile hipócrita con sus miedos que ya no ve en la rebelión un medio para la libertad, porque ésta misma ya ha perdido sentido entre tanta dispersión ideológica.
Pedirle algo más al personaje, una explosión de sentimientos, una destrucción de su entorno, sería un efectismo demasiado lejano a nuestra realidad. Sería traicionar la alegoría o, como diría André Bazin, “hacerle trampa a la realidad” y echar por la borda un filme fiel con el contexto que la ha hecho parir. Y de “final feliz” ahí hay bien poco.