Es una obra de debut, lo que se evidencia principalmente en la modestia de su factura, pero en todo lo demás la película deja ver a las claras una penetrante mirada sobre los pliegues sinuosos de nuestra identidad nacional. Lavanderos es un joven realizador que ha trabajado principalmente para la televisión, lo que se nota en su estilo audiovisual despojado y espontáneo. Por estas razones fue ignorado en el Festival de Valdivia por un jurado que no supo reconocer lo que la obra escondía, pero la acogida favorable del público y una fuerte polémica lograron imponer un reconocimiento especial, que finalmente ayudaría bastante a la publicidad de la obra para su aparición en el circuito comercial.
El argumento parece bastante banal y la película en ningún momento pretende disimularlo, porque es en ese registro anodino y casual donde se esconde la trampa creativa de la película. Registrada en aparente tono informal, con manifiestos errores de composición y de montaje, como si se tratara efectivamente de un documental juvenil sobre un danés en Chile, la película alterna lo que el protagonista graba con lo que el efectivo realizador está obteniendo, hilvanando dos niveles de ficción que se demostrarán íntimamente ligados con el tema más profundo de toda la operación narrativa.
Aunque pudiera parecer totalmente ausente de la película, la historia de la violenta creación de Chile podría ayudar a explicar la tendencia del país a ocultar constantemente su verdadero rostro, que es lo que el protagonista danés intenta develar. «Cultura de resistencia» la llaman los antropólogos. Resistencia contra un invasor europeo por tres siglos, resistencia contra el mestizaje prevaleciente y forzado, resistencia contra la propia identidad, resistencia en contra de lo que no nos gusta de nosotros mismos y que es mucho. Es en este terreno de ocultamientos recónditos en donde el juego narrativo de esta película busca su justificación más profunda y encuentra en la oposición de verdad y mentira su veta más rica. Los aspectos documentales del registro, al compartir terreno con la ficción, otorgan a la obra un tono amable de comedia intrascendente que puede resultar engañoso por su falta de énfasis, pero que contiene más de lo que aparenta, especialmente cuando el discurso del protagonista comienza a perfilar sus verdaderas intenciones. Es recién ahí donde el título nos hace recordar la idea de la verdad imposible y Kai, el protagonista, ya transformado de nuevo en Magnus, se instala otra vez en su disfraz, que al contrario del rey desnudo de Andersen, todos observan extrañados por formar, quizás, parte reconocible de ellos mismos.
Uno de los elementos faltantes en la mayor parte del cine joven es el humor, pero no aquel escatológico que pareciera querer ser el sello de fábrica de lo nacional y que termina siendo la proyección de las insuficiencias culturales de sus autores. Aquí el humor es limpio, sanamente impuro, con cierta dosis de crueldad que añade encanto y ambigüedad a la historia. En parte eso es el resultado de una adecuada dosis de improvisación, de sana ironía y de una desprejuiciada actitud frente a lo aleatorio, lo que contribuye a que el relato sepa mantener lúcidas sus coordenadas y premisas, especialmente cuando el giro final nos hará entender la totalidad del juego de fingimientos sucesivos en el que los personajes parecen atrapados, al igual que toda la cultura que los sustenta. Es aquí donde se evidencia que las apariencias de la propia película engañan concientemente a su espectador, haciéndole engullir un ají confitado, que termina por develar sus verdaderas intenciones. En esto Y las vacas vuelan aparece como la obra más contemporánea y postmodernista del cine chileno y la única que parece recoger el desafío propio del cine latinoamericano de indagar en el pantanoso terreno de la identidad colectiva de nuestros jóvenes y turbulentos países.
Si bien no todo está logrado en igual medida y hay secuencias que son evidentemente menores que otras, como también a nivel formal su constante “espontaneidad” en el registro se asemeja demasiado a los excesos retóricos del movimiento Dogma, lo que no conduce a otorgarle estilo a un relato en el que la revelación de la cámara como cómplice es fundamental.
De todos modos la película seduce por su aparente inocencia y se mantiene fresca y novedosa, lo que también se debe al encanto y misterio que emana de la protagonista femenina, María Paz Ercilla, quien nunca había actuado antes y que, siguiendo la consigna de la película, ahora de personaje «real» ha pasado a ser una estudiante de actuación.