1ª Columna: «Morir un poco»
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LA PELÍCULA MORIR UN POCO, de Álvaro Covacevich, cosecha espontáneos aplausos en cada una de sus exhibiciones. El secreto de su éxito está a la vista: por primera vez una película chilena refleja la realidad del pueblo, los contrastes pavorosos de nuestra vida, la miseria increíble de las poblaciones callampas, el hambre de los niños, el mundo prohibido al que los pobre no pueden penetrar.

Covacevich no ha hecho otra cosa que pasearse con su cámara por Santiago y Valparaíso. Ha recogido aquí ya allá los elementos de una crónica viva y real que no se puede desmentir. Y de ella emerge el hombre sencillo acosado por el hambre, la pobreza, la cesantía. Los contrastes no han sido rebuscados: es cierto que en Chile los cementerios están más cuidados que las poblaciones y que algunos muertos duermen mejor el sueño eterno que miles de chilenos que se hacinan en casuchas inmundas desprovistas de las más mínimas condiciones para su existencia de seres humanos. Es cierto que hay otros tantos que no tienen ni siquiera eso y que deben apoderar de algún terreno de los suburbios para reclamar allí su derecho a un techo.

Morir un poco” es una película sin palabras. Su objetividad, no obstante, es implacable. Termina con una escena de rebelión hermosa, que sin comentario alguno indica que el hombre común, al que está dedicada la película, no es un objeto sufriente, destinado a soportar resignado su destino, sino un hombre capaz de romper las ataduras que hacen dura y gris su vida.

Algunos críticos se han quejado de los contrastes demasiado evidentes de la película y hubiesen querido un mayor juego de sutilezas. Desgraciadamente la realidad es menos sutil que los críticos y se presentan con la misma perentoria rudeza que se refleja en esta película, tal vez la mejor que se haya filmado en Chile.