1911-1920: buscando un símbolo patrio

Si la anterior década fue un proceso que llevó al cine de ser un fenómeno mecánico hasta ser un medio de comunicación con toda la carga ideológica que puede contener, esta nueva década (igual de precaria en términos productivos) da cuenta de una mayor concientización sobre el lenguaje y las temáticas aptas para llevar a la pantalla. Ya considerado como el “séptimo arte” (Ricciotto Canudo instala la expresión en “Manifiesto de las siete artes”, 1911), el cine chileno comenzará a mirar hacia la ficción como un contenedor de una madeja ideológica que parece contener un proyecto nacionalista, identitario, que los otros medios no habían podido establecer tan sólidamente. Influidos por los grandes polos cinematográficos mundiales (Estados Unidos, Italia, Francia, Alemania), la ficción será la rama ideal para este proyecto.

Es de destacar también, ya el inicio de la instalación de la idea de que el cine es una fuente de memoria. No ha sido en vano el reflejo social que han creado las imágenes, ni tampoco la construcción de realidades que ésta puede ejercer (algo que se hizo palpable en la década anterior). En un artículo de la revista “Chile Cinematográfico” del 15 de julio de 1918, el redactor expone una preocupación al respecto:

“En varios países de Europa, los gobiernos y algunas municipalidades tienen ya establecidos archivos con películas en las que se registran los hechos más importantes ocurridos en los respectivos países desde que el cinematógrafo, con el aparato Lumiere, adquirió su impresión mecánica… En Chile no sabemos que se haya pensado en nada de esto, y no lo decimos en son de censura…”

A esto se suma, sin contrapesos, la producción norteamericana como el modelo a seguir en cuanto al cine de ficción. El director  D. W. Griffith (el título de “director” comienza a circular por los medios, dando cuenta de una división en las labores productivas, así también como un origen autoral), con sus monumentales películas El nacimiento de una nación e Intolerancia (ambas estrenadas con gran pompa), no sólo instala un modelo narrativo y visual que imperará mundialmente, sino también se muestran como una manera de conectar la producción nacional con su público. Sumado a lo ya mencionado (el cine como memoria), la construcción de un imaginario nacional a través de este nuevo arte, suena algo lógico ya para mediados de esta década. Evidente en este sentido, es un artículo de la revista “Mundo Teatral” en 1918:

“La industria norte-americana solo pudo surgir, cuando un sabio nacionalismo inculcó que era deber el protegerla, y en arte ello es más preciso pues éste no debe ser un trasunto de cosas extrañas, cuando tenemos los medios de sentir y expresar nuestras bellezas y defectos que nos interesan mucho más que el sentir de otras razas y otros países”.

Es por esto que el desarrollo del cine de ficción, que tiene su real punto de partida en esta década aunque la primera película (Manuel Rodríguez) sea de 1910, se enfoque casi siempre hacia este horizonte. Hay que remarcar, eso sí, que aún es un cine esporádico, precario, novedoso cuando sale a la luz, es decir, aún la “novedad” es algo que se sobrepone a la película en sí. Los artículos de prensa, en general, siempre parten desde esta “novedad” para poner una manta sobre películas que, al parecer, mostraban demasiado sus costuras, sus artesanales esfuerzos, comparado con las producciones extranjeras. Y, otra manera de suplir esta precariedad, era construir otra “novedad”: conectarse con el espectador a través de temas “chilenos”.

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Imagen de Santiago Antiguo, portada de Revista Cine Gaceta, Octubre de 1915.

 

“Se eligió representar un imaginario natural y rural, desarrollado extensamente en la literatura y el teatro criollista de la época, por lo que podríamos decir que las figuraciones de esta corriente se extienden a las exigencias que la crítica requiere de la incipiente cinematografía”, se señala en el excelente libro “Archivos i letrados” de Wolfang Bongers, María José Torrealba y Ximena Vergara. Se impone, desde la realización de Santiago Antiguo (1914), hasta el Manuel Rodríguez (1920) de Arturo Mario, una búsqueda de este espíritu nacionalista. Pero es paradójico, que quienes comandan estos esfuerzos, sobre todo desde el punto de vista técnico y narrativo, sean extranjeros: el italiano Salvador Giambastiani y el argentino Arturo Mario.

El primero, será el primer gran maestro del cine chileno, con una sapiencia europea y una sensibilidad que traspasará a futuros baluartes como Pedro Sienna y Jorge Délano. Pero, sin duda, su gran aporte vendrá desde el cine documental en donde romperá con el mero registro paisajístico que hasta entonces conformaba a la prensa. En este sentido, su gran aporte es El mineral “El Teniente”, película que hizo con financiamiento de Bradden Cooper Company. Pero al contrario de lo que se desprende de otros filmes hechos por encargo de industrias mineras, la cinta de Giambastiani (disponible gracias a la Cineteca Nacional), fija sus ojos también en los personajes. Los obreros, los trabajadores, la faena, los niños que trabajan codo a codo en las minas con sus padres, todo eso se ve en el filme de manera clara, con un registro adelantado a su época. Giambastiani deja de lado el entorno y fija su mirada en el verdadero motor productivo: el ser humano. Sin ser denuncia, este enfoque que le da a su cámara, trae consigo una reflexión sobre el sacrificado trabajo minero.

En ficción, no hay vestigios encontrados de las películas en las cuales Giambastiani participó, tanto como director o encargado de la fotografía. Pero no cabe dudas que con La baraja de la muerte marca un quiebre dentro del cine chileno. Es el primer largometraje de la historia y se atreve con un tema netamente de género: es un filme policial sobre un asesinato, basado en un hecho real muy conocido en la época. Además de estos puntos, es también la primera ficción que contempla una variación de planos, una línea argumental clara y una actuación netamente cinematográfica. Antes de él había estado Santiago Antiguo (1915), que no fue más que la filmación de una obra teatral (de la cual se conservan un fragmento y que está online). Este filme, con Giambastiani también en cámara, aún se enmarca en un estilo más “primitivo”. Es lo que el teórico Tom Gunning denomina cine de atracciones: un cine que demuestra “la habilidad para mostrar algo”, “es un cine exhibicionista”, “la recurrente mirada a cámara de sus actores”. Esto último es un cambio trascendente en la realización fílmica, ya que con la eliminación de este acto, el cine busca posicionarse como un arte verosímil en sí mismo, sin mostrar sus costuras, sin buscar quebrar el mundo ficcional.

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Fotograma de El Mineral «El Teniente»


Con estos factores, con la construcción narrativa de Griffith y todo el cine norteamericano que se levantaba y ya dominaba el mercado, no es casualidad que se vea ahora la ficción como una herramienta para imponer ciertas ideas más ambiciosas, como el patriotismo o cierta moral nacionalista. Giambastiani, no sólo es consciente de la evolución del lenguaje, sino también en la temática. Es así que estrena junto a su esposa (Gabriela Bussenius) La Agonía de Arauco, un filme que busca rescatar cierto espíritu patrio en la cultura mapuche. Pero con una historia bastante anecdótica, la finalidad del filme es rescatar paisajes del país, casi de un cine turístico. Claro queda esto en un artículo del Diario Ilustrado, del 27 de abril de 1917:

“Si es verdad, á nuestro parecer, que la trama de “La agonía del Arauco”, se resiente de falta de interés, de un hilo conductor central que encadene los acontecimientos, en cambio el total respira de frescura artística y consigue amenizar las dos horas que dura la cinta, con trozos deliciosos de todo Chile, ya sea, urbanos o agrestes, estos últimos los más hermosos.”

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Así, a pesar de su sabiduría técnica, el cine de Giambastiani aún posee rasgos del “viejo cine”, sigue siendo exhibicionista. Además, se ancla demasiado en sentimentalismos, en el buen desempeño técnico, y no en cierta moral o principios unificadores. Falta dar un paso más allá para equipararse con el “nuevo cine”. Ese paso lo dará Arturo Mario.

Mario es un caso que da inicio a ciertas estrategias productivas del cine chileno, que serán llevado a su extremo en el intento industrial de Chile Films en los años 40: la de mirar hacia el vecino exitoso y aplicar el molde acá.

Italiano de nacimiento, aunque argentino por adopción, Mario fue uno de los protagonistas de la película Nobleza Gaucha de 1915, un gran éxito del cine argentino, que bebió del llamado género gauchesco. Un criollismo que fundía la influencia campestre, el modernismo, la presencia de la metrópolis y la inmigración europea. Tuvo una popularidad que salpicó en Chile y que, a pesar de su precariedad, sabía ya leer bastante bien la narrativa que Griffith había instalado. Es decir, poseía una variedad de planos, una capacidad de encuadre que establecía relaciones entre el entorno y los personajes, además de un buen sentido de lo cómico, que la reforzaba.

Con ese éxito en su currículo, Mario viajó a Chile junto a su esposa María Padín buscando nuevos horizontes. Con un nombre respetado, se asienta en Valparaíso y da rienda a sus deseos de dirigir cine. No es casualidad, entonces, que su primer filme chileno, Alma Chilena, casi una transposición de Nobleza Gaucha. Los resultados son celebrados por la prensa: “es en total un acierto innegable de la empresa editora y abre el camino para una proyección fecunda que vaya presentando en el lienzo los aspectos más interesantes de la naturaleza y del alma criollas”, dice la revista Zig-Zag en septiembre de 1917.

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Imagen de Alma Chilena, aparecida en Cine Gaceta, Octubre de 1917.

 

Hay ciertos elementos que le juegan en contra según la prensa: su personalismo (que se extiende al dudoso talento protagónico de su esposa María Padín) y también su poca capacidad de romper un poco los estereotipos criollos (los cuales dice conocer). De todas maneras, Mario busca impactar la audiencia con otras dos películas que representan hitos históricos: la Guerra del Pacífico (Todo por la Patria, 1918) y la reconquista española (Manuel Rodríguez, 1920). Aunque de ninguna de las dos se poseen ni siquiera fragmentos, ni tampoco muchas críticas (a no ser algunos artículos que apelan a la nitidez y buena reconstrucción de época), se puede hablar de películas con relativo éxito.

Pero de todas maneras, su mayor contribución fue trabajar con elencos de artistas que serán quienes lleven la batuta del cine chileno en los próximos años: Pedro Sienna, Nicanor de la Sotta, Juan Pérez Berrocal, Clara del Castillo, entre otros. La conformación de estos jóvenes chilenos que comienzan a ver al cine como una manera de llevar más allá sus inquietudes poéticas y dramáticas (la mayoría se mueve entre la vida literaria y teatral), será tal vez el gran legado de Giambastiani y Mario. Las obras que estos realizadores traerán en la década del 20 harán de estos años uno de los más interesantes de la historia del cine chileno. Donde probablemente se haya llegado con mayor fuerza a una cohesión entre producción y apoyo del público.

Liberales, abiertos a la experimentación, cosmopolitas, mayormente cinéfilos e imaginativos, los filmes que esta nueva generación producirá será una superación de lo que la década del 10 entregó. Las películas que vendrán no buscarán tanto la instalación de un nacionalismo maqueteado, sino, primero intentarán funcionar narrativamente. Como una conjunción de los intereses de Mario y Giambastiani, buscarán establecer un equilibrio entre lo que la cámara puede reflejar y lo que se puede contar. El primer gran ejemplo de este nuevo proceso se dará al terminar la década del 10, con el estreno en octubre de 1920 de la cinta Uno de abajo, de Armando Rojas Castro, a quien no por nada será también llamado “el Griffith chileno”.

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Frente a todo lo ya expuesto, sigue palpitando una paradoja que hasta hoy envuelve de alguna manera al cine chileno: la de hablar de temas nacionales, de creer estar estableciendo parámetros identitarios propios, pero siempre abordando modelos y estrategias (tanto artísticas como comerciales) foráneas. Como se plantea en “Archivos i letrados”, respecto a estos primeros años “el nacionalismo se vuelve una corriente internacional que en gran medida se expande gracias al cine, tanto en el que se comercializa en el mundo entero como en el que se filma en las periferias de la modernidad. El nacionalismo cinematográfico es, pues, una más de las paradojas de la modernidad en el sur, y en toda periferia”.

 

Fuentes bibliográficas:

  • Bongers, Wolfang; Torrealba, María José y Vergara, Ximena: “Archivos i letrados. Escritos sobre cine en Chile: 1908-1940”. Editorial Cuatro Propio, Chile, 2011.

  • Gunning, Tom: “Cine de atracciones: El cine de los comienzos, su espectador y la vanguardia”. En Wanda Strauben (Ed.) Cinema of Attractions Reloaded.

  • Mouesca, Jacqueline y Orellana, Carlos: “Breve historia del cine chileno”. Lom Ediciones, Chile, 2010.

  • Ossandon, Carlos y Santa Cruz, Eduardo: “El Estallido de Las Formas: Chile en Los Albores de la «Cultura de Masas»”. Lom Ediciones, Chile, 2005.