Violeta se fue a los cielos, de Andrés Wood
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Pocas veces una película chilena se promociona con aires tan pontificadores y tan contrarios a sus resultados artísticos como Violeta se fue a los cielos. Una campaña publicitaria que, aunque su exitoso primer fin de semana en cartelera la respalde, aplana la figura de Violeta Parra con calificativos tan desproporcionados y desajustados como “la primera rockera”, “la más original” o “la primera emprendedora” (cuando su actividad de rescate folclórico era a la par de muchos otros grandes músicos chilenos, como Margot Loyola). En fin, una serie de slogan y frases hechas que venden a la película de una manera en que pareciera que el espectador se enfrentará a una estatua, a un mito paralizado, a una verdad total, de esas tan al estilo hollywoodense. Ese síntoma tan peligroso que busca por llevar al Olimpo, a congelarla en su pura imagen, a una figura tan importante que debería estar siempre en acción, ejemplificando, renovándose con su gran obra, porque sin ir más lejos, esa fue siempre su principal meta.

Dicho esto y una vez dentro del cine, cuando la película se echa a andar, sale a flote la única verdad válida: la cinematográfica. Esa que muestra que Violeta se fue a los cielos sobrepasa los slogans y cursilerías publicitarias al mostrar una película que da cuenta de una artista inasible interiormente, con un arte que no sólo viene de un humanismo, sino también de la rabia, el dolor y la frustración del amor lejano (“el amor casi todo lo destruye”, dice ella), sumado a una soledad artística y humana que viene de su niñez. Todos elementos con una fuerza que parece nacer de la misma naturaleza (el filme siempre la muestra inmersa en un ambiente, compenetrada con el entorno) y por lo mismo, los vive con una intensidad que la lleva tempranamente a la muerte, cuando ya el arte no es suficiente para contener tanto pesar.

Andrés Wood, consciente de ese carácter complejo, como también de la carga emotiva a la que se enfrenta, evita el discursismo, el verismo extremo y entrega el relato a la fragmentación temporal y a distintos planos de narración en donde, finalmente, todo queda en distintas capas de realidad, de humores, de caracteres y humanidades. Ahí se encuentra una ficticia entrevista televisiva, sus viajes, sus proyectos, sus dolores familiares y unos misteriosos planos que parecen ser sacados de una especie de limbo, en donde ella está como testigo de cada uno de estos retazos dentro de la frustrante carpa de La Reina. Y claro, también su música, donde se insertan canciones como “Volver a los 17” o “En los jardines humanos”. Todos, instantes de cuidada emotividad, en donde no sólo se comprueba que la música de Violeta Parra posee una carga inmortal, sino que además demuestra la madurez de Wood por crear a partir de ellas imágenes que las contengan y las engrosen narrativamente.

Sin ir más lejos, tal vez la escena que mejor grafica aquello es cuando se enfrenta a un grupo de mineros a quienes sorprende con un bombo, de pie y con una rostro recio que parece estar entre el miedo y la convicción total, cantando “Arriba quemando el sol”. Mientras ellos, con caras petrificiadas, poco a poco se van reconociendo en el canto para terminar ovacionándola. Es la inspiración mirándose al espejo y es Violeta que, entremedio, en un salto temporal, ve que aquel es el camino de su arte dolorido: el totalmente comprometido con los pobres como ella, el también material y directo a la vez. Todo con la canción aún sonando de fondo, la cual sería aún mejor si no se adornada con ajenos violines de fondo que interrumpen la potencia de la voz desnuda con el bombo.

Junto a esta fragmentación, la otra pata del filme es la actuación de Francisca Gavilán. Admirablmente contenida, pero a la vez de una naturalidad soberbia que lleva al personaje no por la caricatura o la mera imitación, ya que termina por instalar su propia figura, sus propios gestos y voz de forma que no se cuestione ninguna verosimilitud, yendo en coherencia con el afán de la película por no configurar ningún retrato petrificador, sino uno dinámico y abierto, en donde los buenos y malos instantes no predominen sobre el otro.

Así, Wood estructura su película tal vez no más contundente (Machuca quizás siga un escalón más arriba por su solidez narrativa), pero sí la más arriesgada. Con dos elementos no tan exploradas en sus anteriores filmes (el montaje más activo y una protagonista que lo contiene todo) que podrían haber desafiado el carácter masivo de sus filmes, pero que al tratarlo de manera tan honesta y poco pretenciosa, como también con un cuidado visual coherente y de ritmo perfectamente medido, llevan a la película al encuentro amable con un espectador que finalmente puede irse con la idea de que la Violeta Parra con la que se encuentra sólo se completa con su propia búsqueda. Además, de no imponer una biografía que obnibule la obra, ni que la cuestione.

El filme, es sólo un inicio y uno más que válido. Desde él y no a través de los slogan, de los twitteos floridos o notas periodísticas empalagosas, hay que salir a descubrir a una artista con un genio que ni su propia vida supo contener. Tanto esa que al amor de su vida le daba cachetadas ninguneadoras, pero que decía tener la guitarra llena de pajaritos.