Un hombre aparte, de Perut y Osnovikoff
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“Esta es la Historia de un ser humano, de un hombre.
Es uno de los cualquiera de los que deambulan por la calle
de entre la multitud de todos esos seres urbanos.
Ese es el hombre aparte. Que no es un ser ficticio,
es un personaje real”

El que dice esto es Ricardo Liaño, el protagonista de Un hombre aparte, de Bettina Perut e Iván Osnovikoff y es la frase que define completamente a la película.

Su cuerpo es grande, pero demasiado pesado y viejo. Sus pasos son lentos, sus movimientos son dolorosos, su dentadura casi inexistente, su pelo hilachento se lo recubre con una peluca digna del peor disfraz. Su vida es miserable en una pieza frente al Mapocho, su hijo apenas contesta sus llamadas y sus amigos ya no creen en él.

Liaño fue un ex manager de boxeo (Villablanca y Martín Vargas fueron algunos representados), ese deporte que para cualquiera que se haya sumergido en él, tanto fuera como abajo del ring, es una ruleta rusa extrema. En la gloria se lo tiene todo, en la miseria nada, no hay nada. Pero Liaño tiene un par de ideas para negarla: una inconsistente campaña antidroga que lo haría por tercera vez millonario y una película que lo glorificaría como el gran hombre que él se considera. Ese que en España formaba parte de una familia de la elite, ese que codeaba con Picasso, ese de amores de folletín.

El proyecto de hacer la película fracasa, porque la idea del triunfador para el guionista (Samir Nazal) no tiene lógica, pero la del perdedor si. Para Liaño, él no ha fracasado y se autodesafía y dice “porque si yo no logro esto, ahí sí no sirvo para nada”. El problema es que el documental mismo (que enfrenta y derrumba en todo momento esa imaginada ficción que él busca concretizar en el cine) sí va reafirmando ese miedo, hasta la debacle total, hasta que Liaño ya no tengo más que aceptar lo más inaceptable: el fracaso y luego, su muerte. Y esa visión que se contrapone a la del protagonista, una que no lo acompaña y que está cargada de ironía, se arma paradójicamente gracias a un montaje que no desprecia lo emotivo y que además se evidencia en todo momento por sus constantes cambios de planos e instantes que parecen cuidadosamente planeados, llevando a la cinta hacia los márgenes de lo real.

Son en estos bordes donde la película instaura una poética que la lleva más allá de lo evidente, más allá de ser el mero retrato de la soledad de la vejez, lo que sería el camino más obvio. Es ahí, en instantes como una conferencia de prensa en donde no llega ningún medio o cuando se entera telefónicamente de que su hermano lleva más de un mes muerto, donde no sólo se encierra lo más conmovedor y terrible de Un hombre aparte, se instala también lo más contundente de ella y lo más patético (en términos de movilizar el dolor y la agonía), convirtiéndola en una película notable y luminosa sobre la lucha contra la muerte. La evidencia de que ésta existe, en fin, la conciencia de la finitud.

Es esta perspectiva, esa separada de todo compromiso con el personaje y también por su estructura claramente dramatizada, la que tras su estreno causó tanto rechazo en ciertos sectores de la crítica y de otros realizadores, instalando un prejuicio negativo hacia las posteriores obras de Perut y Osnovikoff. Fue esto lo que advirtió la investigadora argentina Andrea Molfetta (1) cuando apreció tal polémica en una visita a Chile, llegando a la conclusión de que Un hombre aparte venía a quebrar, con su libertad ética del personaje, con las condiciones más habituales de producción del documental chileno, uno militante, formal en términos de estilo y vinculado a entidades humanistas que posibilitaban su producción y que instauran una fuerte relación entre el autor y su personaje.

Así, para Molfetta, Un hombre aparte es prueba de “un grado de libertad nunca visto antes en el documental chileno”. Es por esto que para el cine chileno la película marca un hito y sin duda renovó el documental al mismo punto que antes lo hicieran las obras de Sergio Bravo y Patricio Guzmán. Basta con ver la soltura discursiva y visual con la que los documentales en primera persona, sobretodo, se han desarrollado. Además de insuflar una capacidad narrativa que no cae jamás en el didactismo y en un discurso marcado (nunca hay una voz en off), manifestando siempre un interés en hacer de las imágenes el motor más potente. Es en ellas, en sus espacios, en donde Perut y Osnivkoff han instalado su poética que habla de una época que arrastra un precario humanismo que ha llevado todo futuro a un destino trágico, donde temas trascendentes como la muerte y la vejez (paradójicamente) quizás sirvan como removedores para instalar una nueva conciencia.

Por ello no es efectista, pero si increíblemente inquietante e inolvidable, ese plano final. Ahí donde ya totalmente derrotado Liaño dice: “pobre viejo de mierda este, carajo”, mientras entra en penumbras a su pieza y se sienta en su cama desnudo frente a un televisor que emite cosas incoherentes, para luego recostarse y cerrar los ojos como si el fin (¿de su vida, del documental, de la ficción?) ya hubiera llegado.

Es la derrota, es el descanso, es lo salvaje, es la inmanencia de la muerte, pero más que nada, es una imagen que desborda y a la vez contiene todos estos significados. En fin, es puro cine.

(1) Molfetta, Andrea: El documental preformativo como técnica de sí en Buenos Aires, Santiago y San Pablo. Revista audiovisual y de otros lenguajes Iróscopo, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina.