Tierra sola, de Tiziana Panizza
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Tierra sola (2017)

Isla de Pascua llamaron los conquistadores a un lugar cuyo nombre verdadero es Rapanui. Ese desconocimiento e imposición cultural fue el primer paso de una colonización que jamás ha logrado entender la raíz misma de una cultura esencialmente inaccesible, al menos para quienes vienen de afuera. Ese misterio es el que Tierra sola no busca desentrañar, sino hacer evidente y elevarlo como un valor en sí mismo. Quiere hacer ver cómo todos esos intentos son infructuosos e injustos, tanto en el pasado como en el presente. Un presente que aquí se muestra principalmente en torno al conflicto que generó la idea de instalar una cárcel y reemplazar así el recinto actual, el que está bien lejos de la idea clásica de un recinto penitenciario. Pero la historia de la cárcel es una pata de la película, y quizás un mero pretexto para algo más fascinante.

La operación mirando al pasado es la que deslumbra. Panizza reúne una increíble cantidad de películas chilenas y extranjeras realizadas en la Isla entre los años 40 y 70; va jugando con cada fragmento, con cada relato y visión que en ellas se instala, mezclándolos y confrontándolos. Ahí emergen los lugares comunes que se han cristalizado y han convertido a la isla en un repositorio de frases que simplifican y difunden ideas vagas de la cultura Rapanui, que son, finalmente, vacíos mitos con los que occidente ha buscado entender el lugar. Pero también se agrupan imágenes, que aquí se ven genialmente comparadas, con encuadres que increíblemente se repiten en películas realizadas en tiempos muy distantes y por cineastas que difícilmente se vieron unos a otros.

Con esto Tierra sola logra una fuerza narrativa que apunta a elevarse como una obra puramente cinematográfica, al ser una película hecha en base a películas, incluyendo aquella que la misma Panizza arma tanto grabando en digital como en formatos fílmicos a ratos, con el conflicto de la cárcel en medio.

Es este cruce visual, esta construcción en base a viejas y nuevas imágenes o a la deconstrucción de ellas, es lo que hace que el filme resulte no sólo conceptualmente potente, sino también muy estimulante al instalar de forma sutil la reflexión de cuánto el cine, o las imágenes con la que hemos crecido, nos han metido en la cabeza moldes ideológicos necesarios de cuestionar hoy. Y si esa lucha se hace con esas propias imágenes, aún mejor.