No: El vértigo de la historia
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No (2012)
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«¿Qué hay más alegre que la alegría?», pregunta el personaje de Marcial Tagle en un momento decisivo de No. Este publicista con galones ha estado toda una jornada cavilando en una casa playera, en una reunión más bien secreta. Nadie puede saber que está ayudando a la Concertación de Partidos por la Democracia a desbancar a Augusto Pinochet. Pero el hombre tiene sus razones y quiere ayudar al creativo René Saavedra (Gael García Bernal) y al político que hace de bisagra entre la inminente campaña televisiva y los dirigentes partidarios (Luis Gnecco).

Pero ya antes de formular esa pregunta, el asesor en la sombra se cabeceaba: ¿cómo persuadir, al mismo tiempo, a los jóvenes escépticos y a los mayores que temen al desorden? ¿Cómo lograr que voten “No” en el plebiscito convocado para definir, en 1989, la permanencia de Pinochet en la Presidencia hasta 1997?

La respuesta llega tras dar varias vueltas, tras un whisky regalón y una conversación con la «nana»: la solución es la promesa de la alegría. Este, que en otra película pudo ser un «momento eureka», una inflexión victoriosa en retrospectiva, es algo más casual y deslavado que eso. Un punto que resulta, así las cosas, revelador de las ambigüedades, las contradicciones y la épica residual que despliega el cuarto largometraje de Pablo Larraín.

No cuenta la historia de una campaña cuyo creativo trabaja paralelamente en otras campañas (para un microondas, para una teleserie), donde usa argumentos de venta no muy distintos a los aquí empleados. Así, «la alegría» que se despliega es un envoltorio como otros envoltorios. Pero el creativo es también hijo de socialista –e hijo del exilio- y la madre de su propio hijo es víctima de la represión. Con estos matices, la película le da cancha a la perplejidad, partiendo por la de un protagonista que quiere al ser feliz y vender el pescado al mismo tiempo, pero que termina por advertir que no puede esconder la cabeza todo el rato. También hay espacio para la duda y al descreimiento respecto de la transición chilena. En esto, la cinta es quirúrgica e irónica hasta la crueldad.

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Adicionalmente, la textura visual del filme de Pablo Larraín autoriza confundir la realidad recreada con la factual. Y así se buscó: la cinta, por lo pronto, fue rodada con cámaras de hace 30 años que replican el look televisivo del ’88. Con ello se genera un efecto de inmersión que de seguro crecerá cuando la cinta llegue al DVD (o cuando asome como una serie de TV, que es parte del proyecto). Eso, para no hablar de los inéditos cortocircuitos que pueden producirse cuando asoman, en un mismo plano, el Patricio Bañados de hoy y el de hace 24 años. Entre una y otra cosa, es convocada la memoria emotiva y hay margen para hacerse preguntas que aportan inteligibilidad y sentido al pasado. Y en una de esas al presente. Al interpelar(nos), antes que cocinar respuestas triunfales, la película mueve el piso donde no se esperaba.

Es raro lo que está pasando con No. Ricardo Lagos elogió su retrato de una gesta democrática, mientras ha habido llamados al boicot en las redes virtuales (algunos de los cuales esgrimen la condición de hijo de dirigente UDI del realizador); Camila Vallejo la vio con Gael García; resucitaron en las calles los afiches del 88; hay peleas por la autoría del eslogan de la campaña y también cuestionamientos al estatus de su relato.

Esta rara conjunción habla de un vértigo histórico y de una película capaz de gatillarlo. Una cinta que baja del pedestal la épica de «la victoria con un lápiz y un papel», al tiempo que involuntariamente parafrasea al protagonista de Intriga internacional: «En la publicidad no hay mentiras, sólo exageración oportuna». Que refigura promesas, ilusiones, expectativas y traiciones. Y que hace comparecer al recuerdo, así como al olvido que lo hizo posible. Un poco como si el siguiente movimiento de este juego le correspondiera al espectador.