Machuca: Los equilibrismos de la Historia
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Machuca (2004)

Existe un sector social que ha insistido en repetir que el cine chileno lo único que ha hecho es hablar de política. Obviamente es una opinión interesada, pero falsa. Como tantas otras que de tanto repetirse se vuelven verdad para uso y abuso de los simples, es decir la mayoría. La verdad es que son pocas las películas chilenas que hayan tocado con propiedad el doloroso período dictatorial. Más bien se podría afirmar que estamos muy lejos de haber sido capaces de contar esa parte de nuestra historia. Sin duda el género documental ha sabido cumplir con su deber, pero la ficción ha buscado inconcientemente escamotear lo sustantivo del problema. Existen razones deducibles, pero no nos referiremos a ellas para intentar justificar tal carencia.

Que las películas vengan a confirmar lo que ya sabemos no es en sí una actitud tan equivocada como pudiera parecer en un primer momento. Machuca ha tenido el nada despreciable coraje de recordarnos los episodios más dramáticos y conocidos de nuestra historia reciente. El hecho de que nunca antes el cine de ficción nacional había tocado el tema del golpe de estado del 73 es un dato para entender el éxito que la película ha alcanzado, incluso a nivel internacional. Están también, sin duda, los logros de la realización, la espléndida reconstrucción de época y la dificultad de tener de protagonistas a dos niños, uno de los cuales al menos, Ariel Mateluna, resulta altamente convincente.

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Pero pasadas las emociones inmediatas que la historia suscita, las trampas de la operación comienzan a evidenciarse, diluyendo buena parte del efecto inicial. Es por ahí que la intención de sólo contar la historia de dos niños de clases sociales diferentes, más bien antagónicas, comienza a resultar insuficiente para revisar acontecimientos históricos de tanta implicancia. El temor a que la película sea leída sólo desde una posición política y en aras de una difícil, e improbable, posición salomónica sobre los acontecimientos, es lo que hace naufragar la eventual trascendencia de la película, condenada así a un equilibrismo que nada añade a lo que cada uno piensa sobre el período. El argumento intenta repartir culpas equitativas, lo que obliga al guión a caer en debilidades dramáticas muy evidentes. Los personajes no conocen una verdadera evolución interna y ni ganan ni pierden algo que tenga alguna proporcionalidad con el drama social en que se encuentran. El cariacontecido niño Infante, su padre, el débil personaje de Luppi, o la madre de Machuca están ahí en función de decir algo, pero nunca logran ser más allá que un cliché social y deben su existencia a necesidades del argumento y no a una vida propia, lo que en el realismo que la película pretende es una grave impostura.

Lo mejor corre por cuenta de algunas escenas naturalistas, como aquella inolvidable de la leche condensada, la misa en el colegio durante el allanamiento y el personaje de Aline Kuppenheim, admirable en la ambigüedad que logra insuflar vida a un personaje esquemático. La atmósfera de época, su sinceridad y su solvencia formal validan la película, pero los golpes bajos y contundentes, como el allanamiento en la población, apenas ocultan su efectismo y la manipulación discursiva (el monólogo de Tamara Acosta), en donde no hay novedad sobre lo que ya todos sabíamos. Tal modestia ideológica ha hecho perder la lozanía que la película tuvo en su estreno, pero eso no evita que le estemos agradecidos por haber tocado el gran tema, implícitamente tabú, de nuestra reciente historia. Eso podría dejar abiertas las posibilidades de una futura revisión de mayor fuste sobre una época rica en significados cruzados y en dolores colectivos, que estamos lejos de enfrentar en todas sus posibilidades.