La Batalla de Chile, de Patricio Guzmán

Si Julio comienza en Julio es la favorita del público entre las películas chilenas, es probable que la más importante hoy siga siendo El chacal de Nahueltoro. Pero lo que no se discute es que la más elogiada por la crítica mundial ha sido La batalla de Chile.

Desde el interior del país no pudimos darnos cuenta del fenómeno. Eran los tiempos de la dictadura, contra la que la película se hizo, por lo que era esperable que fuéramos obligados a ignorarla. Cuando volvió la democracia su demora en ser exhibida le fue quitando su carga explosiva y finalmente hoy más serenamente la podemos ver como una obra cinematográfica de deslumbrante eficacia y de un monumental valor como documento.

La épica no es nuestra mejor cuerda, somos más del mantelito blanco de la humilde mesa que de la grandeza coral de las grandes masas. Demasiada montaña descomunal, demasiado océano frío, demasiada naturaleza y territorio para nuestro inseguro y mestizo huacho. Es cosa de ponerse a revisar nuestra poesía para comprobarlo. Y si alguna vez Neruda se empinó a esas alturas en el “Canto general”, rápidamente lo vemos descender hacia los valles de la lírica individual y a la escala íntima.

Estas observaciones vienen a cuento para dimensionar la importancia que La batalla de Chile  debiera tener en el panorama general de nuestra cultura. Se trata de una obra auténticamente épica y sin los forzamientos contaminantes de la ideología, ni de las ambiciones personalistas de pretendidos autores. Lo es porque su tema se lo exige y porque el país ahí retratado también lo era. Guzmán con la humildad que le otorgó su posición de testigo conciente y responsable, se colocó frente a los hechos y fueron éstos los que adquirieron un vuelo inusitado que no había manera de obviar ni reducir. Por eso la película adquiere una majestuosidad auténtica y unas implicancias de tono mayor, como nunca se habían dado en nuestro cine.

Momento irrepetible el del gobierno de Salvador Allende y forma irrepetible de filmarlo. Maravillosa coincidencia a la que habría que estar siempre agradecidos y que nos permite ver estos tres capítulos como la suma de una época. Podrá no contenerlo todo, lo que es lógico, pero como resumen apasionado es insustituible. La mezquindad ideológica encontrará todas las insuficiencias y omisiones que quiera, pero nada de eso logra disminuir la intensidad exaltada de una película, cuya filiación es siempre clara: está a favor de Allende y en contra de sus enemigos. Pero eso no pretende disminuir a unos a favor del otro, son los propios participantes los que se validan o no frente a la cámara. Y el cine sale ganando.

Las pasiones de la época se expresan sin que la cámara tenga que rebuscarlas o desenterrarlas de taimados rechazos. Cada entrevistado tiene una necesidad clara de expresarse y lo hace sin tapujos y a veces con una lucidez verbal que hoy se extraña tanto en los medios audiovisuales. Es terrible constatar lo mucho que hemos retrocedido en nuestra habla coloquial y en la claridad conceptual que manejamos. En La batalla de Chile todos son soldados de primera línea y tienen prontas las armas de la dialéctica para señalar lo que piensan. ¿Fuimos alguna vez un país así? Hoy, en que las muletillas y las sillas de rueda verbales reducen el discurso a la total insuficiencia, ver y oír al pueblo chileno de aquellos años resulta conmovedor.

Cinematográficamente hablando la película es un muestrario de los tópicos formales y de la estética tercermundista de su época. Sólo que en este caso tales formas se adhieren con precisión de calco a los hechos que relata. Si La hora de los hornos, el documental argentino que en aquellos años marcaba la pauta de lo que debía ser el cine continental, era ampuloso, barroco y discursivo, Guzmán opta por lo que le pareció más directo y eficaz: el registro, la cámara libre al nivel de las masas, las asociaciones varias y una estructura móvil, que permitía dar cuenta de los acontecimientos sin retórica. Es decir respuestas propias a un problema inmediato y cuya forma resultante se ha vuelto con el tiempo una suerte de estilo chileno de lo documental.

No podía ser de otra forma, lo que ocurrió ahí no lo volverán a ver nuestros ojos sino a través de lo que se filmó durante ese irrepetible proceso. Que el tiempo lo haya vuelto un canon puede ser lógico, aunque también peligroso por la mistificación que conlleva. De hecho los mismos elementos de estilo no han vuelto a dar un resultado semejante, ni en otras manos, ni en las propias de Guzmán. Y es que La batalla de Chile no es simplemente su forma o su tema, es la síntesis estética de ambos.

El primer capítulo es La insurrección de la burguesía, donde se describen las reacciones de los opositores al gobierno de la UP. Resulta vibrante por la evidencia física de lo colectivo que se le produce al espectador actual, menos acostumbrado a tal experiencia. Su culminación está en la célebre secuencia, no filmada por el equipo de Guzmán, de la muerte de un camarógrafo argentino que filma al soldado que le dispara.

La segunda parte, El golpe de estado, resulta tan potente como la primera, pero el énfasis está en el análisis de la debacle más que en la consecuencias dramáticas que siguieron, lo que es un índice de la lucidez del cineasta, claramente conciente que si bien la tentación era grande, su tema era aun mayor y se coloca a su servicio, realizando mejor que nadie aquello para lo cual estaba mejor capacitado. Los momentos inolvidables abundan, como la magnífica secuencia de los funerales del edecán naval de Allende, donde se intuye lo que ocurrirá dentro de poco y la secuencia final con el bombardeo de la Moneda y la Junta Militar en el poder filmada desde un televisor casero es todavía insuperable.

La tercera parte El poder popular apareció varios años después y parece un corolario de todo lo que desapareció con el desplome de la UP. A pesar de algún momento vibrante, (como la secuencia del carretonero arrastrando a velocidad inverosímil su vehículo, transformada en una metáfora de la condición popular durante la dictadura), el capítulo poco agrega a los anteriores. El análisis político es mayor y la conmoción cede ante la necesaria reflexión. A pesar de ello muchas de las cualidades de los episodios anteriores se conservan y el tríptico llega a su final dejando la sensación deslumbrante a sus espectadores de haber asistido a un episodio de la historia que no será posible ver sino de ese modo.

Si se compara con las burdas manipulaciones con que la televisión de la dictadura intentó componer su propia versión de los hechos, es evidente cuál será la visión que la historia recordará. Por eso se puede considerar que La batalla de Chile es el monumento documental más grande que se haya filmado en nuestro país.