Al igual que en sus obras antecesoras, el primer largometraje de Ignacio Juricic se introduce en la realidad de un sector marginal dentro de la sociedad chilena. Con una mirada nueva de las temáticas de género, y al igual que en su cortometraje Locas perdidas (2015), el director se inspira en hechos reales de violencia de género para retratar un sector de la sociedad, desde una delicada mirada sobre lo femenino. En Enigma, la protagonista Nancy (Roxana Campos), es la madre de Casandra, una adolescente lesbiana que fue asesinada hace ocho años. El crimen no dejó culpables, sino que un impune silencio que se instaló y acompañó la vida de Nancy, sus hijas y su marido, hasta que, gracias a un programa de la televisión llamado Enigma, Nancy es invitada a contar su propia verdad.
Es inspiradora la particular mirada que el director hace sobre la mujer, lo femenino y lo masculino, en el retrato de una casa en que cohabitan hijas, madres, tías y abuelas. En el retrato de este micromundo matriarcal, la mujer en sus distintos roles, delinea la complejidad de lo cotidiano, de conversaciones a medias o a voz baja que van haciendo aflorar los problemas no resueltos, los secretos a voces que reflejan una mentalidad gobernada por un miedo a nombrar, y arraigado en las entrañas de una sociedad sumamente conservadora y temerosa. Y es que las mujeres de Enigma están en un constante conflicto entre la culpa y la negación de un acontecimiento del que realmente fueron víctimas.
La película logra hacer este retrato desde una dirección de actores y un elenco de actrices de diversas edades, que encarnan a los personajes con realismo y naturalidad y en sus relaciones interpersonales. Las locaciones principales son la casa y la peluquería, ambas como punto de encuentro y cómplices de diálogos y discusiones que aparecen en la rutina del día a día, y que construyen escenas al borde de lo coreográfico y teatral. La puesta en escena se resuelve con una dirección de fotografía que opta por los planos fijos y largos que le otorga protagonismo a los personajes para que se desenvuelvan, en tanto que los comienzos y términos de cada escena suelen estar condicionado a la salida y entrada de los mismos. Todo ello a favor de recrear una suerte de complicidad femenina, en donde la historia de Nancy es también la historia de todas. Si bien esta manada femenina tiene sus roces, discusiones, tensiones e incluso rivalidades, lo que Juricic deja fuera de discusión en esta representación es que, en su conjunto, todas son una fuente activa de unión y de resistencia, contrastada con la única figura masculina de la película, el padre de Casandra, a quien vemos adormecido y en su completa individualidad y pasividad. Esta figura paterna es particularmente interesante pues escapa también de los estereotipos clásicos de representación, por un lado, del hombre de la casa, y por otro, del padre ausente y desinteresado. El padre de Casandra es un padre que ante la pérdida sólo pudo guardar silencio y refugiarse en su soledad, y en definitiva su actitud llega a realzar y denotar una mirada femenina del director, sobre y con respecto a la capacidad de resiliencia humana, encarnada en la madre, Nancy.
La televisión, es también un personaje protagónico a lo largo del film. Esta aparece desde un principio frívolo, persuasiva y dominante en forma de llamadas telefónicas persistentes, como una presión que hasta el último momento, deja la duda entre simbolizar una salida luminosa o un retroceso hacia los recuerdos amargos del pasado. Ahí es cuando la crítica a la mediatización se instala sin matices: ante la pregunta sobre la responsabilidad de representar aquellas historias de marginación, y que no tienen voz, la televisión se presenta como un fantasioso escape, y la decisión de Nancy queda en el limbo, coartada entre la luz de la verdad y la morbosidad de la ficción.