El Parque de los Prospectos, de Eduardo Pavez
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Al igual que en Proyecto E -cortometraje ganador en el pasado In-Edit (Chile)-, el director Eduardo Pavez acompaña a un músico. Esta vez al percusionista de jazz Rodrigo Recabarren. Pero, en esta ocasión no sigue un proceso específico, sino que llega a Nueva York acompañando al músico, becado para hacer un Master, ha decantado y asimilado parte de su estadía que en un momento adquiere algún grado de conflictividad, principal, pero no únicamente abstracta, como la música.

De manera similar como en su anterior metraje –solo que aquí a través de un retrato más distendido, más peregrino e incluso extendido (77 minutos)–, Pavez orbita en torno a la figura del músico. Luego, además de explorar el sentido y el valor de su experiencia, la de residir en una ciudad sobrepoblada de músicos (donde la individualidad y cualquier eventual habilidad quedan totalmente cuestionadas), también nutre aquel problema extrayendo las impresiones y observaciones de varios colegas (generalmente, conocidos del percusionista) que están en la misma parada, y que a pesar de manifestar y poseer notorias particularidades y riquezas culturales o técnicas, llegan a ideas en común: nutrirse, fortalecerse e inspirarse sin atormentarse con que son “uno más” entre miles. Algo que podría frustrar y hacer desertar (y lo ha hecho) a muchos.

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Rodrigo, despliega sus habilidades en las calles y el metro subterráneo de la gran ciudad junto a diferentes melómanos, improvisando pequeñas presentaciones para los transeúntes por algunos dólares, aunque no necesariamente por estar en dificultades económicas (asumimos que no), sino por la experiencia de estar con otros músicos jóvenes procedentes de todo el mundo, y cuyos objetivos son rodearse de creatividad, contagiarse de pasión, succionar las virtudes ajenas. Tocar, tocar y tocar, en todas las instancias posibles para en determinado momento regresar (o no) al lugar de origen y aplicar/compartir/vivir de lo aprendido. El tradicional viaje del héroe.

El músico inicia el documental haciendo una especie de aclaración a cámara, en torno al proyecto audiovisual mismo, y cuya idea apela a la matriz del ejercicio documental en si, que aun siendo algo obvio nunca está demás verbalizar. El retrato a continuación apenas captará una pequeña muestra, una muestra NO representativa de lo que sucede apropósito de cierto jazz en la ciudad y de algunos individuos que buscan o desean algo, lo sepan o no. Además de reconocer con esto la magnitud de las posibilidades de lo que se puede asimilar también reconoce y valora el aspecto azaroso y, por tanto, milagroso de este deambular por las vivencias diversas y sorpresivas. Y así se despliega. Rodrigo, capucha sobre su cabeza, cubriéndole la visón periférica, arrastra periódicamente por calles, estaciones del metro y parques una maleta que lleva parte de su batería. La cámara lo sigue establemente desde atrás. Este trajín se reitera y constituye una rutina tal que el percusionista llega a reconocer en determinado punto que muchas veces ya no vé la ciudad. Va y viene, deja de observar y sentir el espacio, preocupado más de una meta diaria puntual. La ciudad desaparece en varios momentos durante estos tres años que ya lleva, sin evidenciarse un plan específico de retorno entre medio. La concentración de ansiedades varias provoca eventualmente que cada intérprete se supere y se concentre en perfeccionarse sin olvidar que su estadía es supuestamente pasajera… aun cuando está latente la idea de ser descubierto y aprovechar el viento fresco.

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El músico se ha perdido momentos únicos, familiares, como el nacimiento de un sobrino. “No puedes tenerlo todo”, dice Rodrigo. Esta reflexión en particular forma parte de un momento crucial de liberación de temas bastante guardados: dejar de tocar en Chile por estar “acá”, perderse cosas tanto o más importantes que el perfeccionamiento profesional. Luego de un rato, se podría reconocer que sólo vivir algo menos valioso de lo esperado podría generar esa sensación de vacío y esas expectativas aparentemente incompletas, incluso en un lugar tan ideal(lizado) como NY. No lo sabemos realmente, tal vez es normal y tiene que ver un apego previo, transversal. Pero el documental insinúa rutas decidoras de este tono por su construcción, que de a momentos parece una pieza atemporal, cuyos personajes e ideas flotan y se sobreponen como partes de un complejo circuito presionado por una urbe en constante y exigente movimiento. Nadie es imprescindible. La puerta es ancha. Alguien, mejor o disponible, ocupará tu lugar (seas virtuoso, licenciado, ungido o directriz).

El director, nuevamente, se incluye en el registro, acompaña y está presente en la experiencia interpelativa. Atestigua y se expone, pero tal vez de manera menos necesaria y menos significativa que en su anterior trabajo, ya que ambos retratados tienen un tramo recorrido y el tono aquí presente tiene, entonces, más de evaluación sobre lo acontecido que de descubrimiento novicio. Esto se manifiesta en la ejecución misma del documental, en apariencia más sólida y resuelta; más vasto y lato también, donde el realizador ejecuta nuevamente casi todas las funciones de la producción siendo asistido únicamente por su mujer (eso dijo en In-Edit).

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El Parque de los Prospectos parece de a momentos fundirse con su tema y emularlo, es decir, parecer una cierta ejecución de free jazz, situándose en un limbo, de carácter acompasado, imprevisible y hasta carente de una progresión sensible o algún cambio notorio de estado (en el protagonista, por ejemplo; a través del montaje, al menos). En reiteradas ocasiones el audio saturado de las entrevistas tiende a acentuar aquella atmósfera enrarecida y a desconcentrar también, tal vez por algún problema técnico de captura. Debemos creer –con justicia– que un poco de ambas posibilidades.

A Nueva York van miles de jóvenes compositores y músicos a estudiar, otros tantos a estudiar a una institución tradicional, otros a experimentar libremente, o a descubrir algo que no saben muy bien que es, otros hasta parecen llegar huyendo de algo. Hay de todo. Lo que también hay, incluso más, y hasta parte de otro gran documental, son los músicos locales (curtidos por la calle), no necesariamente profesionales pero tanto o más interesantes que los académicos; en cada andén del metro, en cada plazoleta, en cada esquina, la presencia de músicos realmente callejeros –algunos casi al borde de la indigencia– constituyen gran parte de esa fauna sonora que hierve de energía y no menos talento que se niega a construir silencio. Muy similar a aquella imagen caricaturesca de aquella decena de profetas religiosos, cada uno en su respectivo estanco revelando al mundo su mensaje enrevesadamente trascendentalista (en La Vida de Brian de los Monty Python).