El Niño Rojo, de Ricardo Larraín
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Es curioso lo que ocurre con la imagen de Bernardo O’Higgins. “El Padre de la Patria”, muy usado simbólicamente por la dictadura, se ha instaurado como una figura lejana y ajena, demasiado inmaculada y conservadora al lado de las figuras más mitificadas de Carrera o Manuel Rodríguez. Ante eso, el teatro, el cine o la TV, poco se han aventurado en tratarlo. Fue Ricardo Larraín quien lo abordó en la serie “Héroes” de Canal 13, para las celebraciones del bicentenario. Era un O’Higgins que parecía constantemente luchar con su propio destino heroico, alguien que se le dificultaba ponerse en el rol de líder, algo que quedaba más que claro en la polémica escena en donde era abofeteado por Carrera.

Es lógico entonces que el mismo Larraín haya quedado conmovido por la personalidad e historia personal del prócer patrio. Fue entonces que decidió ir hacia esos años previos a la gesta independentista.

El niño rojo sigue a O’Higgins desde su mismos nacimiento hasta cuando, con unas pocas huestes, decide comenzar a rebelarse ante el gobierno español. Entre medio, la cinta (pensada como serie originalmente, co-producida por España y que se dio en Mega por TV en 3 capítulos) busca rastrear las causas de una figura criada tormentosamente, siempre con unos deseos coartados, con poco control sobre sus propias decisiones.

Es que la existencia del pequeño Bernardo fue negada hasta su juventud. Era catastrófico para la promisoria carrera política de Ambrosio O’higgins, gobernador español de origen irlandés, que se supiera de su relación con una criolla y, peor, que de esa relación naciera un niño. Así el niño partió primero a una especie de orfanato, cuidado por una mapuche que le enseñó su lengua y el poder de la perseverancia. Luego, con el temor de ser descubierto, su padre lo envía a una hacienda en donde tiene casi nulo contacto con él, para posteriormente ser llevado a un colegio franciscano hasta su adolescencia. Estas mismas razones lo llevarán después a Lima y luego a Londres.

El filme construye, en base a un montaje muy bien estructurado y que va alternando pasajes de vida de Bernardo y las tretas de su padre para que no descubran su secreto, a un personaje que es negado no sólo identitariamente (no sabe hasta bien avanzada edad quien es realmente su padre), sino que también es físicamente anulado: su pelo rojizo delata demasiado su parentesco y es cortado, incluso varias veces, a machetazos.

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Larraín recorre esta historia sin acentuar mucho las tintas en lo melodramático, ni tampoco en ir a pie juntillas junto a los manuales históricos (aunque hay un cuidado muy valorable de la ambientación de cada época). Su interés va por otros carriles, la de retratar sicológicamente a alguien que siendo hijo de quien era, tenía como única respuesta rebelarse contra ese poder que lo reprimió. Ante tal oponente, no quedaba otra que una respuesta igual de grande: luchar por la independencia de América.

Así, el O’Higgins de Larraín no es alguien que tenía el pensamiento emancipador tatuado en la frente. No es quien se obnubiló idealistamente con Francisco de Miranda en Londres, quien lehablaba de la libertad de América. Lo que dice el filme es que más bien el pensador venezolano le prendió la mecha para configurar su propia personalidad.

En el O’Higgins de El niño rojo hay un hombre cuya rebelión es contra sí mismo, contra la negación que le impuso su padre a ser un O’Higgins. Con oficio y convicción de no caer en metáforas obvias, ni en remarcar tales aspectos, Larraín lo filma entonces con poca épica, casi siempre en las sombras y cabizbajo.

El resultado es un O’Higgins humano, atribulado, sin estampa para ser carne de estatua. El niño rojo, en el fondo, plantea sigilosamente la necesidad de re-pensar la chilenidad. En los cimientos no habría mucho nacionalismo, gloria, ni sentido patrio, sino alguien incómodo, resentido y reprimido. Si así fue el padre de la Patria, ¿entonces qué país terminó creciendo bajo su sombra?

Una película (o serie) que merece mayor atención.