El Huaso, de Carlo Proto
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El Huaso (2012)

Una de las acepciones que este documental sugiere durante los primeros segundos acerca del significado de la palabra “huaso” es “libre”. Y probablemente sea la mejor definición en este caso particular. El individuo abordado, perfilado e incluso diseccionado, es Gustavo Proto, de 58 años, el padre del director, Carlo (que también aparece en cámara y en gran medida es el co-protagonista). Y libre, no solo por ser soberano en sus decisiones más pedestres como cabeza de familia y hombre resuelto económicamente, sino porque además posee la convicción activa de que pronto su vida en este mundo debe acabar (no sabemos cuando ni cómo, pero pronto) por voluntad propia.

Los Proto poseen un perfil peregrino que necesariamente ha ido desbastando el carácter de sus integrantes conforme experimentan las vivencias y circunstancias que acontecieron en cada periplo. De Italia a Chile (en los ’30) y luego de Chile a Canadá (en los ’70), en ambos casos la inestable economía del momento fue un factor determinante. Una familia ni de aquí ni de allá, sino de muchos lados a la vez, cosmopolita, mestiza y multicultural. Ha sido el viaje y la adaptación una constante que sumada a las crisis y las enfermedades han construido una especie de rictus generacional heredable y algo ingrato (según como se asuma). Tal ha sido la herencia anímica que ni en Canadá –un país supuestamente próspero y sano– ésta se aquieta, pues es el Toronto frío y somnoliento el punto de arranque (y comienzo del fin de una larga etapa, también) de los hechos porvenir.

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Una serie de datos concretos (y sensoriales) le hacen presentir a Gustavo la pronta llegada de una enfermedad terminal que le haría perder la razón: el Alzheimer. Ha visto de cerca las consecuencias degenerativas de este padecimiento, su madre sufrió esa enfermedad y algunos conocidos están entrando a ese nebuloso territorio. Acude al médico recurrentemente para chequear el deterioro que cree sufrir y/o para encontrar una razón que desasosiegue a su familia, donde Carlo lidera los exhortos. Su hijo, el director, registra el proceso con una complicidad perturbadora. Gustavo sigue su vida normalmente, hace los preparativos funerarios y administrativos de rigor que calman el otro gran deber que lo tensiona: dejar a su familia “bien”, es decir, que la eventual enfermedad o su muerte no sea un problema, un calvario, como si lo fue el suicidio de su propio padre, Guillermo, décadas atrás a causa de una severa depresión.

El largometraje está nutrido de recursos testimoniales que en determinados momentos resultan desconcertantes pero también desafiantes. Si bien al comienzo la voz en off del director introduce varias de las inquietudes que luego se desarrollarán, alternadamente otra voz algo cansina y nerudiana (la de Gustavo), inclina el discurso desde su punto de vista. Se forja, entonces, la idea de que estamos frente a una especie de testamento de este huaso taciturno que desarrolla más que razones duras, sentimientos legítimos y honestos que parecen no tener eco en sus interlocutores, aquellos que no claudican en especular sobre un egoísmo con no poca ansiosa desesperanza (absorbida del patriarca, naturalmente).

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De a momentos el documental parece más una catarsis buscada por y para el propio realizador que como depositario final de tanta pesadumbre pide (junto a sus hermanas) argumentos causales que relacionen científicamente este supuesto deterioro que siente su padre con la anunciada muerte voluntaria y calculada, pero la que no detalla. Pero Gustavo, progresivamente más agotado, tal vez más por el acoso de su familia que por la enfermedad misma, solo reafirma su postura con desproporcionada paciencia sin nunca hacer alarde ni menos una performance melodramática al respecto. Paralelamente, mientras espera el diagnóstico final viaja a Chile y se dedica a hacer lo que más le apasiona, aquello que alguna vez hizo (porque siempre volveremos a lo que nos causó felicidad): castigar vacas (el rodeo), chicotear caballos, cazar conejos y otras actividades “de huaso”, todo esto en Puchuncaví. Este episodio es, paradojalmente, el único donde la muerte se hace presente en cámara y es a la vez el más vivificante de todos para Gustavo. La vida se robustece gracias a la muerte y el debate autoflagelante se prorroga sanamente al menos por un rato.

En determinados pasajes se puede llegar a reconocer que el único aproblemado con la promesa mortal es el hijo, el director. Que aquello que sostiene la tensión del documental en su totalidad mediante algún conflicto concreto, mediante la lucha de deseos y acciones específicas, es un cine-terapia más que un drama observado, organizado y tildado con distancia narrativa. Las opciones desnudas y posibles acaban siendo dos: la hostigosa búsqueda de razones infalibles que validen o no la decisión del padre o, por el contrario, lograr el desmoronamiento absoluto de aquella promesa sonsa, ruidosa y reiterativa (promesa que hasta cierto punto parece una inconsciente manipulación ególatra y convenientemente victimizante). Pues convengamos que en determinado momento de la vida (sin importar la edad, la madurez o la salud mental) no hay nada más agradable o conveniente que estar o parecer enfermo y desvalido… aunque en este caso probablemente no tenga asidero esto, pues lo que más le preocupa hipotéticamente a Gustavo (según como lo representa su hijo) es justamente no volverse un “adulto-bebé” cuyo estado cause lástima, vergüenza y dolor.

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Como sea, mientras nosotros estamos discutiendo aún sobre el aborto, la legitimidad de la unión homosexual y la legalización de la marihuana, en el hemisferio norte la baja natalidad y eutanasia se ha convertido en los últimos años en discusiones persistentes y complejas. Si para los enfermos terminales que supuestamente no tienen vuelta, el asunto es discutible por la carencia de competencias intelectuales que hagan más consciente alguna decisión, tanto más engorroso (pero a la vez interesante) se vuelve la inmolación para una persona “sana” que simplemente presiente algo peor, sea o no efectivo… algo que de todas formas llegará a pesar de sí mismo y de los calificativos que hagan sentir culpable de sus ideas a ese ser supuestamente querido. Gustavo está en ese limbo donde aun puede decidir algo sobre su vida y su muerte, pues luego, tal como lo plantea con cierto aire de revancha, su esposa; la familia decidirá.

Para un hombre autovalente, para un sujeto digno y fuerte, para un huaso chileno (cuasi patrón de fundo) dejar en manos de otros su destino –incluso su familia, mayoritariamente mujeres– escapa de toda cordura, dignidad y discusión e insulta la imagen post mortem que tanto costó construir, que es lo único que en definitiva queda y que en este caso su propio hijo cineasta se permite no cerrar draconianamente.