«El gran circo pobre de Timoteo»: morir en el proscenio
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En 1968 René Valdés, antiguo actor de radioteatro en su natal Rancagua, se unió a Darío Zúñiga, un empresario circense, para formar su propia compañía de espectáculo: el Circo Timoteo. El nombre hacía referencia al personaje humorístico que el mismo Valdés inventó en sus antiguos empleos en pequeños circos de la sexta región. Tal vez el destino de esta compañía sería similar al de cientos de pequeñas historias de circos de pueblo que se pierden en el anonimato si el Timoteo no hubiera apostado por un elemento distintivo, que continuaba y masificaba el legado de los Blue Ballet de los años sesenta: un espectáculo de transformistas.

Lorena Giachino, directora del documental El gran circo pobre de Timoteo (2013), llegó a ellos como egresada de periodismo, cuando la compañía de René tuvo una parada en Puerto Montt. De lo que allí vio, 20 años atrás, nace el deseo de contar la historia de un circo único en nuestro país. Y es que la mirada de Giachino es distintiva, no está puesta en los elementos obvios (el transformismo, el maquillaje, la homosexualidad y la rudeza de la vida circense, tantas veces retratada en reportajes dedicados al mismo espectáculo aquí retratado), sino en los espacios, los objetos, los ritos privados, los gestos, los diálogos (en apariencia) intrascendentes, elementos que atraviesan al gran tema de esta película: el final de la vida, de la biológica, pero por sobre todo, la artística.

Y es que René Valdés está cansado, está enfermo, y la incertidumbre se apodera de sus compañeros de ruta, para quienes el circo y el espectáculo son su vida. No conocen ni quieren otra. La cámara de la directora de Reinalda del Carmen, mi mamá y yo (2006), está ahí para retratar el proceso, al comienzo con un tratamiento formal distante, compuesto únicamente de planos fijos con total ausencia de movimientos de cámara, que a medida que avanza el metraje se diversifica y libera, de la mano con el drama y la captura de momentos de intimidad, tan hermosos como devastadores. Esos momentos develan la solidaridad, la persistencia, los actos de fe y el profesionalismo, que cobran mucho más valor al verlos en actos cotidianos que en grandilocuentes discursos a cámara. Y aquí hay otro punto valioso de la película de Giachino, encontrar el oro en más de 100 horas de material, dos años de rodaje y otros dos de montaje de una película que su misma autora ha reconocido que estuvo en constante reescritura. Lo que haya quedado fuera no se siente ni se extraña, porque todo encaja en un impecable trabajo de guión, respaldado por la conexión, conocimiento y profundo respeto de la realizadora hacia el circo y sus integrantes.

Se desconocen las lecturas anteriores que la obra podría haber generado en sus distintas versiones facturadas durante años, pero sí tenemos la que queda hoy, la final, la de un emotivo relato sobre un grupo de personas que, más allá de la extravagancia que podría transmitir su pertenencia al Circo Show Timoteo, son, al final del día, seres, profunda y dolorosamente humanos.