«El club» en Berlín: Niños con bombas
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El club (2015)
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La justicia —o más bien su carencia— ha sido un tema recurrente del cine chileno reciente y del que vendrá. Matar a un hombre (2014) es el inicio de una trilogía a través de la que Alejandro Fernández Almendras retratará la desigualdad de trato del sistema judicial según el origen social y las redes de influencia. Rara, de María José San Martín, pronta a ser filmada, se centrará en la discriminación que ejerció la Corte Suprema contra la jueza Karen Atala, tras negarle la tuición de sus hijas por ser homosexual.

En la Berlinale 2015, en tanto, las dos películas nacionales que compitieron por el Oso de Oro volvieron al tema, pero desde la perspectiva de la impunidad: mientras El botón de nácar (2015), de Patricio Guzmán, denuncia el silencio histórico frente al exterminio de los indígenas patagones y al de los opositores políticos durante la dictadura; El club (2015), de Pablo Larraín, revela un mundo paralelo erigido por la Iglesia Católica, en el que curas que han cometido crímenes atroces viven por sobre las leyes civiles chilenas.

No es rara la euforia que provocó la cinta en la Berlinale —el filme fue ovacionado durante minutos tras la función de prensa y los periodistas recibieron al equipo entre gritos de apoyo en la conferencia—, sobre todo en una edición del festival en que los premios (Oso de Oro para Taxi, de Jafar Panahi, y Oso de Plata para El club) fueron un recordatorio poderoso de la importancia del cine como agente social y político. Más allá de ser una obra cinematográfica valiosa a nivel narrativo y estético, el impacto que causó la cinta se podría resumir en una frase dicha por el actor Alfredo Castro, uno de los miembros del elenco: «Esta película pone en su lugar lo que la justicia no ha hecho».   

Aunque el director de No insistió en la conferencia de prensa que ésta no es una película-denuncia, ya que «aquí no hay periodismo», el filme expone una realidad que existe y que ha permanecido invisible a ojos de la mayoría: las casas de «penitencia y arrepentimiento» en las que la Iglesia oculta a los sacerdotes imposibilitados de ejercer el cargo; destino de quienes han sido culpables de delitos deleznables que, a vista de la institución eclesiástica, sólo pueden ser juzgados por el poder todopoderoso de Dios.

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La historia tiene lugar en una casa de La Boca, en la sexta región, lugar donde vive este «club de curas perdidos», formado por el padre Vidal (Alfredo Castro), el padre Ortega (Alejandro Goic), el padre Silva (Jaime Vadell) y el padre Ramírez (Alejandro Sieveking); todos ellos resguardados por la hermana Mónica (Antonia Zegers).

La rutina es estricta y la convivencia no es la de una verdadera hermandad, pero hay una cierta armonía y un escape común: entrenar a Rayo, un perro galgo, y lanzarlo a competir en carreras. Los rezos y cantos diarios, sistematizados en horarios precisos —al igual que las salidas al pueblo— parecen más una imposición que una necesidad espiritual, al punto de que lo más cercano a un éxtasis religioso proviene más de los triunfos de Rayo que de un fervor por Dios. La paz perdura hasta la llegada de un nuevo inquilino, el padre Lazcano (José Soza), hecho que desempolva el pasado sucio de los religiosos —pedofilia, robo de guaguas, complicidad en violaciones a los Derechos Humanos—, y que atrae la presencia de Sandokán (Roberto Farías), antigua víctima de Lazcano, quien sufre hasta hoy las consecuencias de una infancia corrompida. Es él quien hará estallar un relato que comienza sereno y casi como un cuadro de costumbres de un grupo de jubilados.

El sarcasmo y el humor negro son una forma astuta de descomprimir el peso y la sordidez de la historia, pero también de lanzar críticas punzantes contra la institución de la Iglesia, la cual Larraín ­—como ex alumno de colegio católico y por su entorno social— conoce bien. Si Tony Manero, Post mortem y No retrataban aspectos de la vida en dictadura, El club devela algunas de las consecuencias de la Transición, como el retroceso de la Iglesia chilena a su papel tradicional, luego de dos décadas de defensa y protección a los Derechos Humanos; y su turbia obstinación por encubrir delitos ocurridos en sus filas, fenómeno que ha ocurrido a nivel mundial. «Venimos a dejarles un problema», advirtió el cineasta a la prensa, cuya película, por lo demás, es una prueba innegable del proceso de secularización que ha vivido Chile en los últimos años.

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Pero aquí no hay acusación ni juicio moral, no hay blanco o negro ni Bien ni Mal; lo que se explicita en una cita del Génesis que abre la cinta: «Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas». «Creo que la luz y las tinieblas no son disociables», sentenció Larraín, una idea que desarrolla a través de personajes ambiguos, seres condicionales que no resisten definiciones a priori; humanos que están imposibilitados de seguir esa máxima dicotómica de Dios. En ese sentido, El club es una crítica a los axiomas totalizantes y predefinidos de la religión. «Han ocurrido muchas cosas en torno a la idea de Dios, mucha gente ha sufrido y ha sido asesinada en el nombre de Dios», dijo el cineasta al recibir el Oso de Plata, en un momento en que el mundo se enfrenta a un resurgimiento macabro del fanatismo religioso.

El aura retorcida del relato está acentuada a través de una imagen sucia, brumosa, en la que rara vez se asoma la luz de sol, y cuyas tonalidades sombrías y grisáceas oscurecen aún más a los personajes y al mundo lúgubre en el que viven. A nivel estético, la cinta es el trabajo más logrado del cineasta, quien utilizó lentes rusos anamórficos para realzar ese ambiente denso, y para emprender lo que él llama su «pugna» contra una tecnología digital que considera estéticamente homogeneizante. La música —Bach, Benjamin Britten, Arvo Pärt y piezas compuestas por Carlos Cabezas para el filme— profundiza esa atmósfera trágica que comienza a respirarse cuando entra en la historia Sandokán, personaje nacido de la investigación y de las entrevistas que el director y Roberto Farías hicieron a niños de clases bajas abusados por curas.

A pesar de una subtrama que cojea (protagonizada por Diego Muñoz, Catalina Pulido y Gonzalo Valenzuela, quienes interpretan a tres surfistas que establecen una relación algo extraña con el padre Vidal), El club se sostiene en un guión sólido y hábilmente escrito por Larraín, Daniel Villalobos y el dramaturgo Guillermo Calderón, quien se consolida como uno de los escritores de cine más fuertes de hoy y, de paso, como una figura esencial en un medio cinematográfico chileno donde las historias suelen ser flojas.

Si bien el filme se suma a una lista de películas recientes que recogen o recogerán casos inspirados en el acontecer nacional, como el caso Zamudio, el caso Karadima o Colonia Dignidad; la cinta de Larraín no es un retrato inocuo ni una denuncia moral y lacrimosa de una realidad feroz. En el sarcasmo de El club hay un arma filosa de ataque, en su humor negro hay rabia, coraje y provocación. «Somos niños con bombas», dijo Roberto Farías en la conferencia de prensa en Berlín. Bienvenidas sean, entonces, las explosiones en el cine chileno.

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