El cine chileno del exilio

*Texto escrito para el «Diccionario del Cine Iberoamericano»; SGAE, 2011. Cecido a Cinechile.cl por su autora.


Lista de películas de Subcategoría películas chilenas del exilio


El cineasta en el exilio es un fenómeno tan recurrente que ha dado pie para no pocos estudios, incluidos algunos libros. El Hollywood de la primera época se nutrió de una importante emigración de personalidades del cine europeo que se autoexiliaban en busca de mejor destino para su trabajo. Después vino una segunda oleada como producto de la llegada del nazismo a Alemania y del estallido en Europa de la Segunda Guerra Mundial. Las listas son interminables, tanto en el plano de actrices y actores como en el  de los guionistas, directores de fotografía y realizadores, muchos de los cuales se convirtieron en grandes maestros del cine norteamericano. La Guerra Civil española provocó también una ola considerable de refugiados, entre los cuales un segmento importante estaba constituido por intelectuales y artistas, algunos cineastas desde luego. Del trabajo de éstos quedó una huella, significativa en algunos países, sobre todo en México.

Entre todos estos exiliados de países tan diferentes y que cultivaron los géneros cinematográficos más diversos, hay un denominador común: todos ellos, en general, o al menos una mayoría considerable, se asimilaron plenamente a la industria del cine del país que los acogió e hicieron una obra identificada, por lo tanto, con los requerimientos locales. Para decirlo de otra manera: hubo cineastas exiliados alemanes, españoles, húngaros, franceses y de otras procedencias, pero no hubo un cine alemán del exilio, ni un cine español del exilio, ni de ninguna otra procedencia. Según el director chileno Raúl Ruiz, hubo en Nueva York durante la Segunda Guerra una excepción: un núcleo de cineastas judíos provenientes de la Europa central que se empeñaron en realizar un cine definidamente judío, hablado incluso en Yiddish. Pero mientras este dato no sea comprobado por algún investigador, hay que convenir que por el momento el único caso de un cine que procuró mantener en el exilio una identidad nacional, filmando películas centradas en una temática del país de origen, fue el cine chileno.

Hubo, en suma, un cine chileno del exilio y son varias las razones que lo explican. Está el hecho, desde luego, de que un conjunto importante de gente de cine partió al exilio tras el golpe militar de septiembre de 1973, pero esto no habría sido lo relevante, si no fuera por la extrema magnitud del trauma que aquel acontecimiento produjo, el cual, a su vez, tuvo proporciones que estaban en relación directa con la enorme significación histórica que tenía la experiencia de la Unidad Popular. Hoy está de moda desacreditarla, pero más allá de sus excesos y equivocaciones subsiste una realidad incontestable: fue la única tentativa concreta que se vivió en el siglo XX para fundir los propósitos revolucionarios del socialismo con el ideal tradicional de la democracia. Eso cautivó al mundo y originó, por una parte, un fervor planetario en torno suyo mientras existió, y por otra, una emoción y un furor con su caída que sólo tiene precedentes similares, por su alcance internacional, con la Guerra Civil española y la guerra de Vietnam. El exilio chileno tuvo, en estas condiciones, una recepción excepcional, y sus cineastas una oportunidad única para concentrarse en su labor, retomarla aquellos que ya la habían iniciado en Chile, o comenzarla, quienes estaban sólo en el tramo inicial de su carrera.

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Llueve sobre Santiago (1975), dirigida por Helvio Soto.

Hay una realidad estadística incontestable: entre 1973 y 1985 los chilenos realizaron en el exilio un total de 178 films, cantidad a la que se llega siguiendo una progresión interesante y  significativa: una película en 1973, seis al año siguiente, quince el 75, trece el 76, catorce el 77 y dieciocho el 78. En los años siguientes, la cifra ya no baja de los veinte films: veintitrés en 1979, veinte en 1980 y una cifra igual en 1981; veintidós en 1982 y veintiséis en 1983. Aunque haya que relativizar estos datos, porque al menos una treintena de estos títulos pertenecen a un solo cineasta –Raúl Ruiz—se trata de un cuadro del que no hay paralelo en toda la historia anterior del cine chileno. Hay que subrayar, desde luego, que esta realidad sólo fue posible gracias a la magnitud del apoyo recibido en los países de acogida del exilio chileno, y en el caso de los cineastas, en particular, la ayuda de Cuba, Suecia, las dos Alemanias, Francia, Canadá, México, entre los que más se distinguieron por su labor solidaria.

El grueso de la producción está compuesto por documentales, en particular en los años iniciales. Como es fácil imaginar, se trata de una producción de fuerte connotación política, y en los años iniciales, de denuncia frontal de la dictadura de Pinochet y, en paralelo, de expresión solidaria con las luchas que el pueblo chileno libra en el interior del país. Muchos de estos films tienen un carácter panfletario que osa mostrar sin la menor ambigüedad sus intenciones, hasta en sus títulos, que a veces pecan por su altisonancia y obviedad: Hitler/Pinochet y La revolución no la para nadie (RDA, 1976, Juan Farías, seud.); La historia es nuestra y la hacen los pueblos (RDA, 1975, Alvaro Ramírez); Pinochet: fascista, asesino, traidor, agente del imperialismo (Suecia, 1974, Sergio Castilla); La canción no muere generales (Suecia, 1975, Claudio Sapiaín); Cuando el pueblo se despierta (Francia, 1973); Nombre de guerra: Miguel Henríquez (Cuba, 1975); A los pueblos del mundo (Estados Unidos, 1975). Estos tres últimos títulos son obras colectivas. En esta línea se producen también varios largometrajes de ficción: Prisioneros desaparecidos (Cuba, 1979, Sergio Castilla); Llueve sobre Santiago (Francia, 1975, Helvio Soto); Gracias a la vida (Finlandia, 1980, Angelina Vázquez).

No es extraño, por supuesto, que el tema mismo del exilio haya sido tomado en una cantidad considerable de films. Significativos son, entre otros, el notable documental de Pedro Chaskel, Los ojos como mi papá (Cuba, 1979), el de Valeria Sarmiento, La nostalgia (Francia, 1979), los cortometrajes de Antonio Skármeta, Permiso de residencia (RFA, 1979) y Si viviéramos juntos (RFA, 1983). Se recuerdan también: Éramos una vez, de Leonardo de la Barra (Bélgica, 1979), Yo recuerdo también, de Leutén Rojas (Canadá, 1975), Diario inconcluso, de Marilú Mallet (Canadá, 1982), Dos años en Finlandia, de Angelina Vázquez (1975). Esta última es autora de varios títulos más producidos en Finlandia: son de temáticas diversas, aunque siempre dentro de una línea de preocupación política: Así nace un desaparecido (1977), Presencia lejana (1982), Fragmentos de un diario inacabado (1983), Apuntes nicaragüenses (1982). Este último título se inscribe en una tendencia –la preocupación por América Latina y en particular por la revolución sandinista– que interesó a varios documentalistas:  Nicaragua: el sueño de Sandino (Canadá, 1982), de Leutén Rojas y Leopoldo Gutiérrez, El Evangelio de Solentiname (Canadá, 1978), de Marilú Mallet, Residencia en la tierra (RFA, 1979), de Orlando Lübbert. Uno de los más interesantes es Gracias a Dios y a la Revolución (Nicaragua, 1981), de la pareja de documentalistas Wolfgang Tirado y Jackie Reiter, que realizaron en ese país una extensa labor: una decena de documentales, entre ellos, La granja abierta (1982), Concierto por la paz en Centroamérica (1983), Nicaragua, la otra invasión (1984), A la sombra de la guerra (1986), Son nica (1986).

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Prisioneros desaparecidos (1979), dirigida por Sergio Castilla.

Una de las películas inaugurales del cine chileno del exilio es Diálogo de exiliados (Francia, 1984), de Raúl Ruiz, que desarrolla el tema desde un ángulo –muy discutido en su año de estreno– que se aparta radicalmente de los puntos de vista adoptados por los otros realizadores chilenos; algo que no puede extrañar a quien conozca el estilo y el espíritu “ruizianos”. El director volvió a abordarlo en Las tres coronas del marinero, esta vez en forma distante, tangencial, encapsulado en una historia que puede ser entendida como parábola del exilio. La trayectoria de Ruiz en los años siguientes lo muestra, según se sabe, no sólo como el cineasta chileno más prolífico sino uno de los de producción más copiosa. Del cine contemporáneo. Con los años se va alejando cada vez más de la temática chilena, aunque los guiños dedicados a su origen nacional están presentes en casi todo lo que filma, fuera de su franco reencuentro con su país en el siglo XXI. Como quiera que sea, es un cineasta que consolidó su obra en el exilio y le proporciona a éste algunos de sus componentes esenciales.

En el exilio realiza la mayoría de sus películas Miguel Littin, convirtiéndose en un nombre importante de la cinematografía continental. El rasgo más interesante de su trabajo, es que, salvados los primeros años en que sus películas se apoyan en historias chilenas, sus films siguientes se abren derechamente al tema latinoamericano. El otro nombre fundamental del cine chileno del exilio es Patricio Guzmán, cuya trilogía documental La batalla de Chile, es sin duda uno de sus hechos capitales, tanto por sus méritos intrínsecos, como porque es una de las muestras más elocuentes del decisivo papel jugado por la solidaridad con los chilenos desterrados. La masa de película filmada en Chile que Guzmán pudo sacar del país, nunca hubiera podido convertirse en La batalla de Chile, si no hubiera sido por la enorme ayuda que le prestó Cuba. El cineasta se radicó luego definitivamente en el extranjero, y tal como en el caso de Ruiz, su trabajo se tornó también inevitablemente cosmopolita. A diferencia de éste, sin embargo, Guzmán ha retomado una y otra vez la temática chilena, y sus nexos con Chile se han ido haciendo con los años más frecuentes y orgánicos. Otro director chileno que tenía ya, antes del golpe de Estado, una labor de significación, y que tuvo también la oportunidad para continuarla en el exilio, fue Helvio Soto. La fortuna, sin embargo, no lo acompañó: sus películas no fueron bien acogidas.

En el exilio surgen rostros impensados, porque no había antecedentes suyos en campo de la actividad cinematográfica. El más singular es el caso de Sebastián Alarcón, que sale del país a mediados de 1970 con una beca que le permite estudiar cine en la Unión Soviética, y desarrolla allí, tras culminar sus estudios, una interesante labor como realizador de largometrajes de ficción, ligados todos ellos a la temática chilena. El escritor Antonio Skármeta se juega como documentalista y pasa al cine argumental con Ardiente paciencia (1983), novela suya que convierte al poeta Pablo Neruda en personaje de ficción. Es una semilla que fructificará muchos años después, con inusitada repercusión mundial, en el remake El cartero, del inglés Michael Radford. De Valeria Sarmiento sí había noticias anteriores al golpe de Estado, porque había incursionado en el documental; en el exilio logra posicionarse como una sólida realizadora, aunque su cercanía con la temática nacional es más bien tenue. Títulos suyos a recordar, aunque no son los únicos: El hombre cuando es hombre, una regocijante sátira del machismo latinoamericano, y el sorprendente largo argumental Mi boda contigo, que juega con las posibles dobles lecturas de una historia de Corín Tellado.

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Ardiente Paciencia (1983), dirigida por Antonio Skármenta.

El exilio fue una buena escuela para completar su aprendizaje como cineastas para nombres como Orlando Lübbert, Gonzalo Justiniano y Luis R. Vera, que a su regreso a Chile, en particular los dos primeros, lograron posicionarse con cierta solidez en la cinematografía nacional. Regresan también Rodrigo Gonçalves, Douglas Hübner, Patricio Paniagua, Percy Matas y otros, no todos los cuales retoman su participación en el cine. De la larga lista de nombres del exilio, algunos –los menos—no regresan, optando voluntariamente por uno de los destinos posibles que depara el destierro.

No es arbitraria la idea de fijar 1983 como año en que se cierra el cine chileno del exilio. Tras el transcurso de diez años,  un importante cambio de sensibilidad y de receptividad se ha producido entre los realizadores y sus destinatarios posibles. Algunos cineastas han retornado, aprovechando el momento de inflexión que se ha producido en la situación política y social de Chile, donde las protestas populares masivas han producido un estado de ánimo nuevo en la población. Algunos cineastas vuelven transitoriamente para filmar en el propio país, inaugurando una mirada nueva, con documentales que resumen con notable propiedad algunos de los aspectos esenciales de la realidad nacional del período. Una modestísima película filmada en el interior por el colectivo llamado Cine-Ojo, inaugura el registro de escenas que luego se reproducirán una y otra vez en films sucesivos: las nuevas y variadas formas de lucha y protestas del pueblo contra la dictadura. El montaje y procesamiento final se realiza en París en 1973, dejando claramente tendido el puente entre las dos vertientes del trabajo cinematográfico chileno: la del interior y la del exilio. Chile, no invoco tu nombre en vano puede ser considerado en estas condiciones el título que marca el fin de una época y el comienzo de un período de proyección y contenidos nuevos.

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BIBLIOGRAFÍA: G. Hennebelle y A. Gumucio-Dagron (edit.). Les cinémas de l’Amérique Latine. Lherminier, Paris, 1981;  J. Mouesca: Plano secuencia de la memoria de Chile. Veinticinco años de cine chileno (1960-1985) Edic. del Litoral, Madrid-Santiago, 1988;  “Cronología del cine chileno en el exilio (1973-1983)”, “Una trayectoria de la resistencia cultural” (Zuzana M. Pick,) e “Inventar las imágenes de un país” (Zuzana M. Pick), en revista Literatura chilena. Creación y crítica. Nº XXVII, Ediciones de la Frontera, Los Ángeles, Cal., enero-marzo de 1984;  “Capítulos de la cultura chilena: el Cine”. Textos de Luis Bocaz, Raúl Ruiz, Patricio Guzmán, Helvo Soto, Jacqueline Mouesca, más “Orientación y perspectivas del cine chileno”. Mesa redonda con participación de Sebastián Alarcón, Jaime Barrios, Miguel Littin, Orlando Lübbert ,Cristián Valdés., José Donoso, Eduardo Labarca, José Miguel Varas. Festival Internacional de Cine de Moscú (1979). En revista  Araucaria de Chile Nº 11, Madrid, 1980.