Coronación, de Silvio Caiozzi
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Los buenos cineastas suelen ser un compendio de virtudes técnicas y estéticas, lo que sumado a inteligencia nutrida por una cultura y un cierto contexto favorable puede llegar a dar una gran película. Pero nada de eso sería posible, no hoy al menos, si no existiera también la figura del productor encargado de gestionar un proyecto que suele tener más complicaciones que las que un solo ser humano puede solucionar. El cine es un arte colectivo desde sus comienzos y no ha hecho más que avanzar en esa línea.

Muchas de estas cualidades las posee Silvio Caiozzi, pero quizás le haga falta un productor al que deba responder y que lo someta a ciertas restricciones. Sin duda cuenta con un equipo de colaboradores de primer nivel en casi todos los ámbitos de la realización, pero el sentido de la medida del total está entregado a su solo criterio y eso puede jugarle alguna mala pasada.

De partida elegir la conocida novela de Donoso para inaugurar el siglo XXI de nuestro cine, era un desafío temerario. Ya en su aparición el relato parecía estar hablando de un mundo que había dejado de existir antes de su formulación escrita. Ponerlo en la pantalla requería entonces una gran capacidad de adaptación a las coordenadas contemporáneas, las que de buenas a primeras no aceptan muy bien esta historia esperpéntica de raigambre más española que propiamente chilena.

La película enfrenta este problema en algunos de sus episodios más logrados, como el de la celebrada secuencia de la borrachera entre Jaime Vadell y Julio Jung, verdadera apoteosis de la modernidad infantil que padecemos. Pero a cambio de ello, el resto pertenece a un mundo ajeno en sus referencias icónicas y distante emocionalmente, lo que hace bastante arduo el recorrido completo del relato. Afortunadamente Caiozzi posee un virtuosismo visual de tal envergadura que logra en alguna medida mantenernos interesados en su farragoso y múltiple relato. Múltiple porque la película nunca decide desde quién o desde dónde debemos seguir la historia, pero tampoco se resigna a tomar el vuelo omnisciente que justifique el conjunto narrativo. Vemos desde la anciana, desde su nieto, desde la empleada, desde el repartidor, desde su hermano ladrón, y así hasta el puntillismo de la perspectiva narrativa, lo que termina por diluir la posibilidad de cualquier cercanía emocional con unos personajes caracterizados principalmente por ser desagradables o raros.

Cabría aquí preguntarse sobre el sentido que puede tener realizar una película tan esmerada fotográficamente, tan cuidadosamente ambientada y tan premeditadamente actuada  sobre un mundo al que nadie parece relacionado, ni cineasta ni espectadores. Ahí entraría a actuar el productor, cuya labor también tiene que ver con las vinculaciones comunicacionales del producto que realiza.

El excesivo respeto al texto parece ser la trampa principal de la adaptación. Y hay que recordar que Caiozzi cuenta con experiencia en el mundo de Donoso, lo que puede inhibir su propia visión del relato. El guión sufre de demasiadas desviaciones laterales con respecto al drama central, el que a su vez está desmenuzado con obsesiva minuciosidad formal como para llegar a definir un punto de vista del cineasta con respecto a la novela. Sin duda hay algunos hallazgos en este mismo terreno, pero se sitúan en lo secundario y anecdótico. La escena de Jung adquiriendo un nuevo bastón puede estar muy bien, pero no añade nada a lo que ya sabíamos, como tampoco la visita que realiza a la población buscando al novio de la empleada, o la secuencia en Valparaíso y varias otras.

Si la falta de síntesis aletarga la narración, el sobrecargado montaje enfatiza inútilmente la descripción de las acciones. Todo está fragmentado una y otra vez como para que no queden dudas sobre lo que los espectadores debemos ver a cada instante. Pero ocurre que el nivel de interpretación está tan acotado a la descripción realista, que el drástico recurso agota las posibilidades del más imaginativo espectador. No es raro que las fatigas de un lenguaje enfático y de una narración dispersa en una larga duración atenten contra el interés que el tema pudiera suscitar, a pesar de su desfase temporal.

Pero lo que si es seguro es que Caiozzi es un maestro de las formas, que sus actores le responden bien, aunque sin espontaneidad y que el mundo decrépito de Donoso está completo en la pantalla. Que canse por sus excesos no es raro. Faltó un productor que exigiera ahorros formales, narrativos y económicos, que fueron los que a menudo ayudaron a que algunos de los cineastas clásicos que hoy respetamos sigan siendo vistos con interés y a veces con devoción.