«Allende en su laberinto», de Miguel Littin
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En sus inicios como director, cuando filmaba El Chacal de Nahueltoro, Miguel Littin señalaba en una entrevista que “el cine debe reflejar nuestra realidad”. Así, sobre todo en su notable primera parte, este primer largometraje rozaba tal aspecto como nunca antes en la historia del cine chileno. La crudeza y autenticidad de la vida miserable de José del Carmen Valenzuela alcanzaba una gran altura, tanto del punto de vista narrativo como estético.

Pero luego el estilo de Littin dio un vuelco, alejándose de la pulsión realista, yendo hacia un cine a pie juntillas a un discurso totalmente claro y convencido. El realismo, ese cine que parece por momentos ir de la mano de lo impredecible, de lo impensado, gracias a su confrontación directa con esa realidad que quiere plasmar, quedaría en gran parte atrás.

La épica y un mensaje creyente en sus propias convicciones sería desde entonces el medio para emprender sus siguientes proyectos. Lo deja claro en una entrevista de 1972 en Revista Primer Plano, en cuyo título se destaca la frase “Primero hay que aprovechar el dividendo ideológico del cine”. En este sentido, pareciera ser que lo visual corre en un carril por debajo y alejado de lo argumental. El riesgo: que con el paso de los años estas películas pierdan peso.

Dicho esto, hay que decir que Allende en su laberinto es totalmente coherente con esa filmografía y visión respecto a un cine muy claro de lo que quiere plantear, sin ninguna licencia para salirse de la raya. Este filme sobre las últimas horas de vida del Presidente Salvador Allende no plantea ninguna búsqueda, ni tampoco pretende instalar alguna novedosa lectura sobre ese fatal día para la historia del país. Es una película de un convencido, de un ferviente creyente de la pureza de la figura que retrata y que no permite muchas más lecturas. El Allende de Littin es un homenaje sin tapujos hacia la figura más romántica del derrocado mandatario. El Allende de Littin es justamente “carne de estatua”.

Y el guión expresa tal propuesta. Littin agrupa disciplinadamente las frases y registros que los textos históricos han recogido de tal día. Allende preguntando insistentemente por Pinochet, negando cualquier posibilidad de renuncia y, finalmente, la opción por combatir. Un peso histórico que el director busca aligerar con ciertas escenas donde se le ve galanteando con mujeres que se le cruzan y, sobre todo, con la interacción que instala con los personajes de María “La Payita” Contreras y Augusto “El Perro” Olivares, sus más cercanos colaboradores, los cuales el filme busca proyectar como ciertos pesos de la conciencia del protagonista. Son estas pequeñas instancias donde la película atisba cierto humanismo y algunas dudas de Allende, pero no de un modo trascendente, ni con mucha delicadeza. Es cuando, de hecho, se quiebra el tiempo histórico y da lugar a ensoñaciones del Presidente.

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Aún así la película nunca se despega de cierta solemnidad que se expresa claramente en actuaciones, la mayoría de las veces acartonadas, a pesar del esfuerzo de un actor con el oficio de Daniel Muñoz por parecer convincente. La evidente ambición de Littin de no resquebrajar jamás la visión más alta sobre el pensamiento de Allende, deja a la película con poca capacidad de sorpresa, porque jamás tiene un contrapeso real. Porque sus compañeros de combate no son más que peones dentro del debacle histórico donde Allende está solo en un flanco. Visualmente la intención es bastante clara: los enemigos jamás se ven, solo se atisban (Pinochet, los líderes de los partidos de la Unidad Popular solo suenan a través terceros o por mensajes). Allende está solo. La cámara jamás se mueve un atisbo de su figura y, con poca movilidad y ambición, junto a con un montaje que no contribuye a una mayor intensidad dramática, la cinta termina en una elegía demasiado comprimida, en el homenaje que sólo consolida una idealización, siendo muy poco abierto a la mirada del espectador, quien debe someterse a ella.

Allende en su laberinto resulta una película bastante conservadora en este sentido. De hecho sorprende bastante su final, el cual se contrapone a lo que el mismo Littin planteaba en su anterior filme Dawson, Isla 10 que resulta una película mucho más equilibrada que esta. En fin, es como si tampoco quisiera “ensuciar” el resultado elegiaco del filme con una lectura que haga cierto ruido a la Historia.

Ensimismado en su visión, el Salvador Allende de Littin es bastante unívoco, poco consistente. Es directamente su visión, sin colar ninguna otra, no hay duda en ningún momento. El problema es que todo esto igualmente podría haberse transformado en una película valiosa, pero su poca astucia técnica y estética  ayudan a que emotivamente el resultado sea poco eficiente.