(2) Práctica social, crítica e historia del cine

Viene del texto: El cine chileno de los sesenta: clave para una cultura moderna

Práctica social, crítica e historia del cine

La coincidencia de la elección de Michelle Bachelet en 2005 -en un momento en que la constitución ya no está firmada por el dictador Pinochet sino por el presidente democrático Ricardo Lagos- con la «eclosión» del «Novísimo Cine Chileno» en el Festival Internacional de Cine de Valdivia de 2005 (Cavallo/Maza 2011: 15) es un indicador de la autoimposición de una visión del mundo que pretende limitarse tanto en las películas como en el solidario «novísimo entusiasmo crítico» (Cavallo/Maza 2011: 16) a una defensa de la «autonomía creativa» (Cavallo/Maza 2011: 14) y «una preocupación por el espacio íntimo como territorio de conflicto» (Cavallo/ Maza 2011: 15). Se trata, consciente o inconscientemente, de viejísimas estrategias de defensa burguesa. Según Ascanio Cavallo, el crítico de cine chileno más fértil de la última década, las películas de Matías Bize se alejan «deliberadamente de los problemas ‘sociales’ que por lo general están más conectados a la política» (Cavallo 2011: 21). Bajo «un punto de vista estrictamente fílmico», destaca al «creador de formas» (Cavallo 2011: 26). Sin embargo, no puede dejar de observar que «es posible que Bize sea uno de los más conservadores» entre los «cineastas de su generación» (Cavallo 2011: 26).[1] En la misma línea se ubica el artículo de Héctor Soto, otra gran figura de la crítica de cine en Chile, sobre La nana (2009) de Sebastián Silva.[2] Allá por el año 1972, este mismo crítico, como parte de un colectivo muy severo de Primer Plano que entrevista a Miguel Littin, despreciaba Z (1969) de Costa-Gavras como una «película liberal» (Littin 1972: 10). Casi cuarenta años después, Soto defiende la película de Silva sobre una empleada doméstica por su «autonomía», pues «no se alinea en […] el eje de la lucha de clase» (Soto 2011: 98). La nana que «no tiene vida propia» crece hacia una «actitud mucho más libre y autónoma», aunque finalmente «sigue siendo nana» (Soto 2011: 98-99). Olvidándose de Marx -el concepto de «alienación» no se le ocurre a Soto, quien ve más a Freud, sin fijarse en una síntesis posible- el crítico neoliberal se contenta con que «la película procesa y resuelve los conflictos de los cuales promete hacerse cargo. La nana no es una cinta evasiva. Tampoco se queda a mitad de camino. Esta cinta no sólo llega. Llega con humor, facilidad y no poca emoción» (Soto 2011: 99).[3]

El cambio radical en la postura de Soto se perfila mejor sobre el fondo del debate acerca de La nana y Dawson, Isla 10 (2009) de Littin. La polémica se arma cuando el Ministerio de Cultura nomina Dawson, Isla 10 al Oscar para la mejor película extranjera. Frente a la vida privada en una casa de clase media acomodada del presente en La nana, Dawson, Isla 10 narra un episodio de la historia chilena reciente, el golpe militar de 1973 y la detención de gran parte de los colaboradores cercanos a Salvador Allende en el campo de concentración en la Isla Dawson, situada en el estrecho de Magallanes, en el extremo sur de Chile. Los argumentos a favor y en contra de la nominación de Dawson, Isla 10 giran alrededor de la conveniencia estratégica de elegir una película considerada como política en un momento en el cual «lo político» ya no se vende bien. En vista de la recepción favorable de La nana en Estados Unidos a través de dos premios en el Festival de Sundance y la venta de los derechos de distribución a una empresa norteamericana, las posibilidades de éxito en la competencia por el Oscar parecían dar la ventaja a la película de Silva. Esta opinión la comparte Héctor Soto, según el cual La nana es «uno de los pocos títulos de estructura más o menos competitiva» («La farra del cine chileno», La Tercera 2 nov. 2009: 30). Sin tratar de decidir si estos argumentos son válidos -finalmente es un problema de política «off-screen», según la definición de Leah Kemp (2010: 337-342) en su excelente resumen del debate- queremos destacar sin embargo el cambio de criterios en el crítico Soto.

En 1972, el éxito con un público masivo -en la ocasión, el de El chacal de Nahueltoro (1970) de Littin– ponía en duda la calidad revolucionaria de la película. En un momento de la entrevista con el pelotón crítico de Primer Plano, Littin propone que «un filme en sí» solo muestra su índole revolucionaria «cuando entra en contacto con la masa de espectadores» (Littin 1972: 9).[4] El trío de críticos objeta: «Eso, Miguel, es justamente lo peligroso, porque te puede llevar a condenar ciertas obras malditas…» (Littin 1972: 9)[5]. Algo más tarde, los críticos erigen en modelo las películas de Glauber Rocha: «Pienso en una filmografía como la de Gluber [sic] Rocha que formada por obras indiscutiblemente revolucionarias no han tenido toda la repercusión que estaban llamadas a tener entre las grandes mayorías» (Littin 1972: 10). En suma, para el equipo de Primer Plano, la aprobación del gran público no puede ser un criterio de valoración. En 2009, por el contrario, el mainstream es precisamente el que decide la calidad de una película o, por lo menos, su valor mercantil en un mundo capitalista globalizado. Basta con que La nana sea entretenida, con gran actuación de la protagonista y más o menos consistente en su estructura para que Soto la prefiera a Dawson, Isla 10, declarada «cocodrilo embancado» («La farra del cine chileno», La Tercera 2 nov. 2009: 30). Por consiguiente, Littin, que sigue con lo suyo -la acusación en contra de estructuras sociales y políticas injustas- se descarta como viejo anquilosado, fuera de su elemento, por críticos novísimos de antaño que han invertido sus criterios para caminar «según el favor del viento», como diría la seguramente dinosáurica Violeta.

La actitud excluyente de críticos como Cavallo, Maza y Soto frente a películas históricas o de evidente preocupación social también se nota en su negligencia de un grupo de realizadores para el cual se forja el término «generación de los noventa», a la que pertenecerían cineastas tan diferentes como Cristian Galaz, Andrés Wood, Boris Quercia y Marcelo Ferrari. El denominador común del grupo sería «que llegó al cine en su vida adulta, con una fuerte vocación de conectar con grandes audiencias, establecer narrativas clásicas y crear sistemas de producción industriales» (Cavallo/ Maza 2011: 15). A contracorriente de esta «generación inmediatamente anterior» de buscadores de gran público, los «cineastas novísimos» estarían «más interesados en apostar por un lenguaje y preocupaciones propias» (Cavallo/Maza 2011: 15). Estas definiciones conllevan varios problemas. El criterio de la edad no se sostiene, pues Andrés Wood, el director que más éxitos ha producido en las últimas dos décadas, filma su primera película, Historias de fútbol (1997), a los 32 años, teniendo solo un año más que Sebastián Lelio, la voz cantante de los «novísimos», cuando estrena La sagrada familia (2005). Los propios Cavallo y Maza admiten que Alberto Fuguet, incluido por ellos dentro de los novísimos, no comparte el «mismo rango etario» (Cavallo/Maza 2011: 16) y, en efecto, Fuguet es un año mayor que Wood y tres años mayor que Quercia.[6] El criterio de la narrativa clásica frente al lenguaje propio insinúa tradicionalismo en vez de innovación sin otra prueba que el acceso masivo a un público supuestamen­te conservador. Sería necesario demostrar si la presentación de la familia en Machuca (2004), de Wood, apuesta menos por un lenguaje y preocupaciones propias que La sagrada familia. La existencia de un guión elaborado y la utilización de una cámara sin Dogma no son suficientes para negarle originalidad a una de las películas más exitosas y también más atrevidas en el sentido de recordar con empatía y hasta simpatía el trauma de la Unidad Popular en tiempos de amnesia y oportunismo. El criterio de la búsqueda de grandes públicos se anula al incluir entre los novísimos a Sebastián Silva y celebrar La nana por ser una película que «llega», según el juicio de Héctor Soto. A fin de cuentas, el rótulo «generación de los noventa» sirve solo para excluir de la historia del cine chileno reciente las películas más populares y provocadoras para una redefinición nacional, desde El chacotero sentimental (Galaz 1999) a Machuca, pasando por Taxi para tres (Lübbert 2001), Sexo con amor (Quercia 2003) y Subterra (Ferrari 2003).[7]

 

(1) (2) (3) (4) (5) (6) (7) (8)

 


[1] Un ejemplo notable de película social innovadora es Mami te amo (2008) de Elisa Eliash. No puede ser más clara la denuncia de una situación de precariedad intolerable. Sin embargo, la novísima crítica intenta una vez más quitarle a la película su valor (en el doble sentido de mérito y coraje) de acusación social. En su artículo sobre Eliash, Iván Pinto dictamina: «Su cine no es ‘social’ -por estar afianzado en un ‘mundo del cine’ antes que en un ‘cine del mundo’-» (Pinto 2011: 138). Algo parecido se detecta en el texto de Gonzalo Maza a propósito de El pejesapo (2007) de Sepúlveda. Su advertencia contra el riesgo de «caer en paternalismos burgueses o en la llamada ‘pornografía de la pobreza'» (Maza 2011: 107) corre el peligro de convertirse en una exigencia de autorreflexión en la que «el problema social» se ve exclusivamente «como problema del cine» (Maza 2011: 105): «El mayor logro de la película es su impresionante ánimo para emprender esta clase de preguntas [sobre cómo filmar la pobreza]. Puede que en el desarrollo de las ideas de fondo aún se atisbe la suscripción a un discurso militante más enfocado en la denuncia que en esta clase de reflexiones» (Maza 2011: 110).

[2] La trayectoria de Soto se puede apreciar a partir de la recopilación de sus escritos en Una vida crítica: 40 años de cinefilia (2008), editada por Alberto Fuguet y Christian Ramírez.

[3] Por cierto, La nana es una película que entretiene con humor, sin querer explorar las dimensiones trágicas que podría implicar «una estructura laboral que es tóxica», según el mismo Soto (2011: 98). Es posible contentarse con la solución parcial del conflicto de «una nana determinada» (Soto 2011: 98), pero también es posible frustrarse con la leve mejoría individual de un problema social de envergadura. Si bien en la película no se habla de política, cada espectador tiene el derecho de reaccionar al mensaje implícito de acuerdo a su perspectiva política. Evidentemente, un neoliberal concertacionista (un socialdemócrata) estará más satisfecho con el «algo es algo» que un «populárico» comunista o simplemente con «hámbrica», como diría Violeta Parra.

[4] En el «Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular», escrito en diciembre de 1970 por Sergio Castilla y Miguel Littin y publicado bajo el título «Los cineastas y el gobierno popular: manifiesto político» y sin firmas en Cine Cubano en 1971, el déci­mo postulado es: «Que no existen filmes revolucionarios en sí. Que éstos adquieren categoría de tales en el contacto de la obra con su público y principalmente en su repercusión como agente activador de una acción revolucionaria» (Castilla/Littin 1971: 25-27). En su artículo «El cine: herramienta fundamental», publicado en el mismo número de Cine Cubano, Littin enfatiza la tarea de poner el cine «al servicio efectivo de las necesidades de las grandes mayorías» (Littin 1971: 28), pero se opone «de una manera categórica al panfleto superficial» (Littin 1971: 29). La «creación de una cultura auténticamente nacional y descolonizante» solo sería posible «sin dogmatismo, rechazando de plano todo infantilismo de izquierda» (Littin 1971: 29).

[5] A lo largo de la entrevista, las preguntas están formuladas por un yo colectivo que no aclara cuál de los tres críticos, Franklin Martínez, Sergio Salinas o Héctor Soto, está hablando.

[6] La repentina introducción de dos generaciones enfrentadas esconde un esquema generacional más elaborado que se debe a Antonella Estévez Baeza, quien distingue cinco generaciones coexistentes, sin mayor rivalidad en su diversidad, entre 1993 y 2003 (Estévez Baeza 2005: 45-46). En la segunda versión de Huérfanos y perdidos: Relectura del cine chileno de la transición 1990-1999, Cavallo, Douzet y Rodríguez (2007: 32-33) retoman esta clasificación con ligeras variantes, sin indicar el precedente de Estévez Baeza.

[7] Ninguna de estas películas se estudia ni en Huérfanos y perdidos ni en El novísimo cine chileno. Los libros de Antonella Estévez Baeza y Mónica Villarroel Márquez, ambos de 2005, cubren estas películas dentro de parámetros más abarcadores y abiertos. Si Estévez se basa en un esquema que incluye cinco generaciones de cineastas a partir de la década de los 60 y todavía activos a comienzos del siglo XXI (Estévez 2005: 45-46), Villarroel Márquez define las ‘»visiones de mundo’ de los artistas, como mediadores culturales» que permiten registrar «la diversidad de ‘países’ que existen en el Chile democrático» (Villarroel Márquez 2005: 155). En su tesis doctoral «Citizenship in Chilean Post-Dictatorship Film: 1990-2005» (Kemp 2010), Leah Kemp encuentra un camino singular para aproximarse sin prejuicios valóricos al espinoso complejo de la relación entre arte y sociedad en el marco de la nación. Después de una meticulosa revisión de la literatura crítica, define la chilenidad como una «dynamic relationship between individual and community» (Kemp 2010: 5; «relación dinámica entre individuo y comunidad»). A partir de la premisa que «history is unavoidable even in films considered by their makers or crítics to be apolitical» (Kemp 2010: 58; «la historia es inevitable incluso en películas consideradas por sus realizadores o críticos como apolíticas»), detecta tres modelos de participación ciudadana: la ciudadanía desconectada (Kemp 2010: capítulo 2), la ciudadanía como relación dialéctica entre individuo y comunidad en un proceso de constante comunicación (Kemp 2010: capítulo 3) y la ciudadanía como virtud cosmopolita en relaciones cambiantes entre individuos unidos ocasionalmente (Kemp 2010: capítulo 4). Analiza un cuerpo de nueve películas ejemplares, que incluye Johnny Cien Pesos (Graef Marino 1993), Historias de fútbol y En la cama (Bize 2005). En su artículo sobre El chacotero sentimental, Cortínez ya destaca cómo la estructura refinada de la película de Galaz, lejos de agotarse en una cadena fortuita de historietas sobre sexo y sentimiento, corresponde a una «estética del justo medio» que llega a «inventar y fortalecer una cultura cívica del presente» (Cortínez 2004: 84, 95).