Raúl Ruiz: «El guión lo hago al final»
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En tus películas podemos apreciar la estructura del relato como fundamental, después de toda esa etapa que vivimos en que se postulaba un cine de la desdramatización, del distanciamiento, de la desarticulación de las formas narrativas, de ese prurito de los años sesenta de la “no manipulación”. Tú ahora te enfrentas con la naturaleza esencialmente narrativa del cine.

La primera cosa que uno siente cuando empieza a hacer películas es que la traducción de un relato a la imagen nos muestra que las cosas son demasiado ellas mismas, más ellas mismas que en el relato. Hay una especie de opción de formas, cuando dices por ejemplo, “el árbol que estaba delante de la puerta”. Son tantos árboles y puertas posibles, sobre todo si no se precisan. Y de repente hay una irrupción de esa forma precisa, tal árbol, tal puerta. En ese momento uno siente que es absurdo, innecesario, contar historias y que más bien hay que dejar de hablar de las cosas. Es lo que se puede llamar la pulsión neorrealista. Ahí está la frase de Rosellini: “Para qué tratar de darle presencia a las cosas si ellas tienen presencia por sí mismas”. Algo que después, en la metafísica del neorrealismo, se llamaba la “redención de la realidad”, lo que llamaría más bien la “teoría del milagro”, que son las cosas en movimiento, más un accidente que les da una especie de coartada de realidad, de “alibi” de unicidad: esa cosa ocurrirá nada más que en ese momento y no ocurrirá nunca más. Es una cosa única. En esta pulsión que crea esa especie de dicotomía entre el documental y el cine argumental yo siempre escogí más bien la parte documental, es decir, el poder jugar con las irrupciones de la ficción, de muchas ficciones, dentro de una especie de mar de imágenes, de continuos de imágenes: nubes, gente que pasa, cambios de luz.

Tuve que enfrentar varios problemas. Hay que tomar en cuenta que yo trabajaba en Chile y cuando uno trabaja aquí está haciendo una especie de arte de fundación siempre. Está luchando contra formas narrativas que van en contra de la posibilidad de tomar en serio el mundo en que tú vives. Cualquier persona en Chile puede entender que adherir a una narratividad, sea la forma francesa, inglesa, alemana, norteamericana, implica al mismo tiempo renunciar a vivir en Chile. Es sentirse ya exiliado. Ver una película yanqui y entusiasmarse por la manera de vestirse de Doris Day, de Troy Donahue, para citar a los de mi época, es una forma de renunciar a las maneras de imitar a esa gente incluso. Porque tu manera de imitar a los actores de cine es una imagen que es válida y que puede ser repetida y reproducida y que puede ser materia del cine. Todos los que han visto las películas de Chahine, un cineasta egipcio que juega justamente con las maneras de imitar a la cultura occidental en Oriente, que ya es una manera de imitar que se transforma en una especie de laberinto de imitaciones, porque hay gente que imita a otros que los imitaron, han comprobado que las formas bastardas o la pacotilla se transfiguran. Es una ventaja del cine. Es importante considerar la pacotilla al mismo nivel que las formas nobles, como es la narración clásica, el teatro clásico. Como ya podríamos decir que son las formas que inventó Hollywood, que son ya casi formas nobles de narración, con sus estructuras, sus reglas que hay que respetar.

A mí siempre me había interesado eso, pero mientras estuve en Chile sentía que la cosa más absurda hubiera sido tratar de contar una historia según reglas que no correspondían, que hacían perder más que ganar. Chile es un país donde el elemento motor de toda emocionalidad es la vergüenza ajena, un país que no puede tomarse en serio en la historia, porque no es un país serio. Lo que, por lo demás, no tiene ninguna importancia. Chile no es ni será jamás un gran país y eso a mí me parece fantástico. Como holanda, que no es un gran país, pero uno puede respetarlo porque tiene una cultura más rica que algunos grandes países.

Para mí la manera de hacer cine en Chile, partía ignorando las estructuras narrativas, aún pudiendo manejarlas y aprovechar la capacidad de jugar con la duración real.

A pesar de todo, tú empiezas a hacer cine en un momento en que hay una especie de tendencia neorrealista, con Miguel Littin, Helvio Soto, Aldo Francia; sin embargo, tú haces una suerte de exploración, con elementos lúdicos, oníricos, paradojas.

Pero yo creo que era más neorrealista en ese sentido. Porque si uno se plantea el neorrealismo en Chile no se lo puede plantear moralmente. Decidirse a hacer cine en Chile, con toda la capacidad estética del país, es tomar en cuenta su fealdad, que ya es una actitud estética, tomar en cuenta las torpezas, pero también las habilidades, porque quien no toma en cuenta la capacidad lúdica de los chilenos está perdiendo el noventa por ciento de lo que puede ser una buena película en Chile. No debe reducirse necesariamente a juegos esquemáticos sobre un cine realista, de protesta, de queja. No porque somos un país chico debemos tener una estética chica.

Te voy a decir una verdad personal, cuya razón creo haberla descubierto ahora último. Empiezo por la razón por la cual ocurre esto. Hacer una imagen bella, desarrollar la parte estética de una película, en la que se incluye su eficacia narrativa, forma parte de valores que uno tiende a rechazar. Yo no sabía por qué sentía vergüenza de combinar colores, de buscar actores que fueran expresivos físicamente (y es algo que sigo haciendo: a los actores yo los escojo al azar. Los elijo de una manera cristiana; me digo: “este es un ser humano que puede hablar correctamente, luego puede ser protagonista de una película” y jamás me pregunto si es más bonito o feo que otro). Esta pulsión la tenemos nosotros, la tienen los españoles, la tiene América Latina, excepto los de América Central, que son muy andaluces. De repente, preparando La vida es sueño, me puse a retomar textos de teología y me encontré con todas las dignidades de Dios, la primera de las cuales corresponde a la letra “B”, según Raimundo Lullio, y es “Bonitas”, de la cual proviene la palabra “bonita” en castellano, que quiere decir al mismo tiempo “bueno” y “bello”, de lo que se deduce que estética y ética no se pueden separar, que lo bueno y lo bonito son lo mismo. Que la eficacia expresiva de una imagen es inseparable de su carácter armonioso y bello. Hacer imágenes bonitas “sin contenido”, como se dice acá, es un pecado; es bonito, pero no es bueno; en el sentido de que no tiene una expresividad profunda. Esta idea da origen a obras muy secas. Si desde ese punto de vista tú miras a Buñuel, ves que él tiene un verdadero terror a mostrar imágenes innecesarias. Ahora, hay grandes artes que están hechos exclusivamente de imágenes innecesarias, hechos de acumulación y repetición. En Francia, en una buena parte del Barroco, del Barroco Andaluz, alguna parte del Romanticismo Francés, están hechos sobre la base de acumulaciones. La belleza como exuberancia. Yo diría que el paso se produce ahí. ¿Por qué no hacer imágenes innecesarias y jugar al vértigo de las imágenes y encontrar en ese vértigo una coherencia? Si William Blake, si Lezama Lima lo consiguieron, ¿por qué no se puede conseguir en cine?

Hay una tendencia en tu cine a intervenir en los códigos del cine tradicional, de incorporar citas, guiños de complicidad…

No son guiños, yo insisto, porque cuando, por ejemplo, alguien como Chabrol hace un guiño a Hitchcock, es realmente un guiño. Cuando un servidor toma a Orson Welles, yo lo tomo en serio, hago catorce secuencias seguidas como él, para darme cuenta que realmente es difícil y para mandarle un telegrama después diciéndole: “es realmente muy difícil filmar como usted”. Cuando hago travellings complicados también o cuando los invento yo, porque yo creo haber inventado tres o cuatro dispositivos nuevos para hacer cine, no es una simple voluntad deportiva. Creo haber hecho por primera vez un travelling compensado con grúa y con variaciones de decorado, en La vocación suspendida (zoom ligado al travelling, al cual se agrega una grúa y se compensa ésta con movimientos de decorados, se produce un juego de vértigo que es mucho más complejo que el simple travelling compensado). Además, creo que por primera vez voy a jugar con la tercera dimensión, simplemente pintando decorados. Son pequeños tics, juegos de espejos que son nuevos. Trabajar, por ejemplo, pintando decorados y pintando sobre el lente y jugando al mismo tiempo con el espejo semireflectante abierto; jugando cosas que no son inventadas por mí, pero que existen, como compensaciones de movimientos de cámara y compensaciones de iluminación, por ejemplo, usando un monocromático e iluminando con su complementaria. En El territorio está el monocromático verde y su complementario es el magenta, lo que da una cosa muy rara, porque el fondo es verde y el primer plano es normal. Son trucos de fotógrafo de la revista Zoom, pero aplicados al movimiento dan otras cosas.

Volviendo al relato, me acuerdo de una frase que repetía cada vez que estaba fatigado o borracho Wim Wenders (cosas que se le ocurren muy pocas veces), en el sentido de que ya no se pueden contar historias. “Es imposible contar una historia”, a lo que yo le decía: “una tal vez no, pero dos sí…” y a partir de dos, se pueden contar muchas. Si tú te sitúas en la confluencia de dos historias y las dos van fuera de la película, una de derecha a izquierda y otra de izquierda a derecha y se cruzan justo frente a la película y si a cada rato pasa eso, tú tienes después de un momento una especie de sensación de que te están contando muchas historias. Y en realidad no te están contando ninguna realmente, no te dan todos los elementos, pero las completas tú, ya sabes el final. Las peripecias las pones fuera de la historia y son las imágenes de la película. Eso significa jugar con una multiplicidad de dispositivos en lugar que con uno solo. Un dispositivo es la mecánica para enfrentar una película. Por ejemplo “yo he decidido que esta película será hecha en blanco y negro, que nadie mirará a la cámara y que nunca se mirarán entre ellos y hablarán lentamente y de una manera monocorde” y con esas especies de filtros deformadores que son esos comportamientos y esos elementos de puesta en escena, tú transformas una realidad. Mi juego es cambiar de dispositivos cada dos minutos. Jugar con algunas emociones que son narrativas, pero que corresponden a gente que veía muchas películas, a gente de mi generación. En La ciudad de los piratas, la emoción está jugada sobre el hecho de que se presupone que uno se queda dormido en una película y se despierta en otra, con los mismos actores, que es una sensación poética que todos tuvimos, yo creo.

A propósito de esta relación tuya con Welles, éste postulaba una ambigüedad fundamental en su relato. Todo su barroquismo está al servicio de esa ambigüedad, en la que el espectador pierde pie, en su relación con los personajes y con las opciones que le propone la película. Yo sentí que tú llevas esta ambigüedad más allá todavía en Las tres coronas del marinero, en cuanto es una historia contada, intermediada, existiendo la posibilidad que esas historias que el personaje cuenta no sean verdaderas y la misma circularidad de la historia refuerza esa sensación.

Uno debiera entender en Las tres coronas del marinero que el que ha contado toda la historia es en realidad el estudiante. Se presupone que a todo el mundo le gusta contarse historias unos con otros y que apenas le empiezan a contar una historia uno tiene tendencia a completarla. Es lo que se requiere para ver estas películas. Algunas historias las he contado completas. Los destinos de Manuel son tres historias superpuestas contadas desde tres puntos de vista y son historias para niños. Esas historias están tomadas de tres fuentes diferentes. La primera parte de un texto de Goedell, que es un matemático, un texto teórico muy simple, que dice que hay que plantearse teóricamente, pero seriamente, la posibilidad de retornar al pasado. Esto está en un texto titulado: “Algunas observaciones sobre la aplicación de la filosofía idealista a la teoría de la relatividad”. Plantea la posibilidad de volver al pasado, encontrarse con sí mismo y convencerse de no hacer ciertas cosas, lo que hace entrar en un bucle el tiempo.

Es un poco borgiano eso, ¿no?

No. Porque Borges cree en otras cosas. Claro que son sus preocupaciones, su mundo: las matemáticas, el absoluto, el infinito. Pero está la diferencia que puede haber entre un creyente y un no creyente. Siendo yo el creyente: yo creo en eso.
El segundo capítulo lo tomé de un conjunto de cuentos celtas, que me pareció que era el efecto especial más barato que podía conseguir: dos príncipes se encuentran, se miran y se intercambian. Por campo y contracampo se crea un efecto especial. El tercero es una historia sin historia, jugada solamente con impresiones, cada una de las cuales contiene una ficción posible… Todo esto dentro de una retórica de cuentos para niños. Es cierto que estoy jugando siempre con la narración.

Decías de una de tus películas que la habías hecho como una construcción lógica.

Las tres coronas del marinero está hecha como un curso de introducción a la lógica. Hay una serie de paradojas y variaciones sobre paradojas. Hay una variación sobre la paradoja del mentiroso y detrás de esto hay lo que puede se puede llamar una “talla” chilena. Las tres coronas del marinero puede ser interpretada como el desarrollo de varios sistemas filosóficos contemporáneos contados como cuentos de borrachos en un bar. Porque tú puedes tomar muchas de las querellas contemporáneas en lógica y hacerla pasar por discusiones de borrachos, porque éstos discuten de problemas esenciales de filosofía, sobre todo en Chile. De alguna manera yo veía así toda la película: dos borrachos se ponen a hablar, pasan, sin darse cuenta, a través de la mayoría de los sistemas filosóficos más importantes de la humanidad y después se van a dormir. Sólo que estos sistemas son ilustrados por esquemas de películas norteamericanas que uno ha visto.

En la película está también el problema de la identidad.

Es un problema cinematográfico, empieza cuando te toman una foto. Te miras en ella y estás también aquí.

Hay también una serie de transferencias, se cambia el narrador, los personajes…

Cuando cambia de persona cambia el narrador, sí. Hay otras películas en que hago también ese juego. En El tuerto no hay unidad de actor, los actores cambian de cara todo el tiempo, incluso mientras están hablando.  En La historia de Francia jugué también con eso: Juana de Arco aparece con cuatro caras, hay doce caras de Napoleón, veinte caras de Vercingetorix. Tomo los folletines históricos de la televisión y los voy mezclando. El personaje empieza una frase histórica con una cara y la termina con otra. Eso naturalmente toca el problema de la identidad, el problema de la ilustración del mito.

Todo esto constituye un buen salto, si recordamos que nos criamos en la crisis de la narración.

Es cierto que nos criamos en una especie de estética puritana que, contra todo lo que pasa en el resto del mundo, acá se ha desarrollado más que nunca. Esta es la Camboya estética desde el punto de vista cinematográfico.

Recuerdo que cuando asumimos a Antonioni y a Godard, repudiamos inmediatamente a Douglas Sirk y a Hitchcock.

Hasta por ahí, porque recuerdo que contigo vimos dos veces por lo menos esa extraordinaria película Palabras al viento. Así es que se repudiaba con una cierta mala fe. Yo nunca me perdí un Douglas Sirk. Me las repetía, salvo Imitación a la vida, que me hacía llorar demasiado. Recuerdo haber visto con mucho placer los Minelli. Pero es cierto que aquí había una estética puritana.

Tú vuelves ahora a un relato derivado de antiguas tradiciones, tradiciones orales…

Has visto, mientras almorzábamos, cuantos cuentos hemos contado. Son prácticas, es como la gimnasia en la mañana.

Hay una diferencia con otros realizadores que buscan recuperar el relato. En Fassbinder hay una recuperación del melodrama y de cierta cultura “kitsch”; en Pasolini, la voluntad de recuperar un lenguaje popular. En tus películas, percibo principalmente una recuperación del cine…

Es una manera oblicua de ver películas.

Por ejemplo, tú no haces “pastiches”.

No. Yo tomo procedimientos y los practico rigurosamente. Cuando pido la música de una película, no pido una música “a la manera de”, sino que pido estrictamente esa misma música, aunque sea con cien músicos. Si no los tengo, prefiero esperar. Ese efecto, distorsionado, es mucho más fuerte que el “pastiche”, que es un juego de distanciamiento. En mi caso, no se trata de distanciar, sino de completar una experiencia. Hay que partir de la base de que aquellas eran experiencias truncas. Las experiencias artísticas de Hollywood eran muy serias, pero estaban constantemente distorsionadas por el poder del dinero, por el mercado y todo eso. Es como retomar caminos que quedaron incompletos, simplemente.

Eso se siente mucho con obras que fueron mutiladas, como algunas de Welles…

La mayoría, por eso que comparar con Welles es un poco injusto. De él no podemos decir mucho. No sabemos lo que hubiera hecho teniendo un mínimo de libertad. Cuando los otros le daban esa libertad, él mismo se la cortaba porque le daba miedo. Es eso que se llama una “fuga hacia delante”. He visto sus pequeñas películas, que son muy interesantes.

Tras tus películas hay un “background” cultural y sobre todo, de cinéfilo. De pronto, tus películas son como las películas que viste, pero como las hubieras deseado hacer tú… Se percibe en la manera en que tú utilizas los códigos y como te metes en los géneros.

Es como ver las películas de Hollywood y cuando empiezan las tonterías, — quiero decir las fórmulas impuestas, como el happy end y otras cosas—, entonces cambiar todo. Es lo que pasa cuando lees una pieza de teatro de la Edad de Oro, que dan ganas de meterse. Tal vez al meterse, uno mismo está creando fórmulas que después van a resultar también intolerables. Pero yo reivindico ese derecho a intervenir.

Uno de los mecanismos con que funcionan los géneros es el de la previsibilidad. El espectador está esperando algo que tiene que producirse. Tú, en cambio, te planteas una situación que parece que va en una dirección determinada y de repente la cortas. Pero no la cortas con los elementos distanciadotes brechtianos, sino con mecanismos que corresponden al mismo género dentro del cual estas trabajando…

Es la vieja fórmula del milagro. Hay una desviación inesperada. En La isla del tesoro hay un personaje que se muere y después resucita. Luego resulta que se estaba haciendo el muerto. Se queda dormido mientras dice: “ahora que me voy a morir…” Pero desde el punto de vista de la película se murió.

Hay ciertas constantes en tu cine, el mar, el placer de narrar, las influencias de Conrad, de Stevenson…

Sobre todo por el gusto de narrar y de trampear mientras se cuenta. Yo no me siento un autor en el sentido que se le daba en la época de Antonioni. Él es un autor porque inventa un mundo y al mismo tiempo una filosofía y una manera de ver el cine y una estética nueva. Lo mío es más desparramado. Hay gente que hace obras de arte sin tener una filosofía detrás.

Pero hay una coherencia en tu obra…

Para hacer cine se necesita un despliegue de energía tal que termina forzosamente creándote una coherencia. No hay que preocuparse tanto por esa coherencia. Va a venir de todas maneras. Yo peleo por todo lo contrario: por variar al máximo. Durante mucho tiempo mis fantasmas, mis modelos, eran los artistas del siglo XVII, que trabajaban por encargo y tenían al mismo tiempo el máximo de libertad. Había una distancia respecto a ellos y al trabajo que hacían. Y de repente me encuentro en esa situación y ya la encuentro menos buena, porque se trabaja demasiado. Porque el encargo hay que cumplirlo en una fecha determinada y a veces se superponen.

¿Tú te planteas cada encargo como un desafío, en el sentido de no considerarlos a veces como desdeñables o imposibles de hacer?

He hecho cosas para programas de las dos de la tarde. Ahora tengo una deuda con la televisión sueca, que es una entrevista a Jean Rouch. Todavía no he hecho publicidad, ni porno ni filmes didácticos.

¿Cómo te enfrentas con cada proyecto, haces un guión, una sinopsis…?

Depende. Yo trabajo en sistema muy cercano al de las películas “B” americanas. Tengo un productor que tiene un presupuesto porque el cineasta se enfermó o tiene que hacer otra cosa. Me dice: “tengo tanta plata, hay que empezar en cuatro días y tiene que estar lista en dos meses”. Muchas veces no hay guión ni nada. El guión lo hago al final. He llegado a hacer películas en dos días y medio. Berenice fue hecha en nueve días. A veces el guión lo hago después de montar la película. Primero hago imágenes detrás de las cuales hay obsesiones, ideas generales y diálogos. Todo eso forma situaciones después. En la mesa de montaje veo qué son las imágenes que tengo y no trato de armarlas como pensaba antes, sino por lo que son. Por eso hago las elipsis más delirantes del cine francés. De repente las elipsis son poéticamente más ricas que todo lo que podría haber inventado. Mi método no es muy distinto del de los pintores; trabajo el material todos los días.

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* Transcrito por Pablo Molina Guerrero
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