Nada más que un cineasta
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«El cineasta no debe ser ni un economista, ni un moralista, ni un sicólogo. Ni más ni menos, su único deber es el de ser un cineasta. Un cineasta de verdad». Así se expresaba en julio del año pasado, Raúl Ruiz en una entrevista concebida a «La Unión». Por aquél entonces, Tres Tristes Tigres apenas era una vaga idea. Han bastado quince meses, sin embargo, para convertirla en el testimonio de un hombre comprometido con su vocación: Raúl Ruiz es un cineasta, y aunque esté de más agregarlo, un cineasta de verdad.

Sus imágenes, productos de una mirada nerviosa y desoladora al mundo de los seres sin destino, hablan por sí solas de la vehemencia de un artista de 28 años que ha hecho del cine su pasión y de los hombres grises, sus héroes. Combinados, ambos atributos han dado un filme por cuyas secuencias el talento y la devoción humana van unidos.

Cuatro capitanes de la Marina Mercante, -Enrique Reimann, Serafia Celaneo, Ignacio Vidal y Ernesto Ruiz- juntaron sus aportes e hicieron posible la producción. Raúl Ruiz adoptó libremente la obra de Alejandro Sieveking y se lanzó a filmar con un reducido grupo de técnicos y actores. En seis semanas estaba listo el rodaje y había nacido una sólida amistad entre quienes tomaron parte en la experiencia. Esa amistad, por otra parte, hizo posible una perfecta colaboración del guión mientras se filmaba, y una planificación rigurosa de cada una de las tomas de la cinta, factor este último hasta ahora practicamente desconocido en el cine nacional.

«Raúl, parte de la persona. Se podría decir que determina el personaje a las condiciones del actor y ello explica el por qué evita las marcaciones directas», declaraba hace poco Nelson Villagra, uno de los protagonistas del filme, refiriéndose al sistema de trabajo de Raúl Ruiz, cuya desconfianza en los prolongados ensayos de actuación no se esfuerza en disimular. No obstante, Ruiz está muy lejos de ser un adicto a la improvisación. Jamás se había realizado en Chile una película tan calculada como Tres Tristes Tigres, en la que desde la escenografía hasta el lenguaje responde a una reflexión creadora que no se permite concesión alguna, que no acepta efectismos gratuitos, ni soluciones ramplonas.

Que ese rigor vaya a crear dificultades es un hecho que ni el mismo Ruiz pudiera descartar. Habrá un público enfurecido por esas imágenes de ribetes sórdidos, por ese Santiago mediocre, por esos personajes vencidos, por esa historia que no es más que una transacción de miserias entre los cuatro protagonistas del filme. Pero ello no importa. «Eludimos el panfleto», confesaba Shenda Román, el martes pasado con la satisfacción de integrar el reparto de un filme que no aspira a convertirse en la tarjeta postal más pintarrajeada del año. Tampoco, por la inversa, a mostrar un cuadro social del pueblo chileno, pues no existen ni en Ruiz ni en su equipo las pretensiones de entregarse a una reflexión sociológica de dudoso desenlace. Hay en él, y en quienes le rodearon, un afecto y un respeto demasiado grande por el cine para someterlo a tan lamentable experiencia, no del todo extraña a la historia del cine nacional por desgracia.

Simplemente, Tres Tristes Tigres, es una cinta que se limita a registrar el paso, la desilusión y el fracaso, de unos cuantos personajes sorprendidos en la jungla de una ciudad que nada, excepto alcohol, les puede ofrecer. Tal es la posición de Ruiz, y en ella se mantiene inflexible. Fiel hasta el final a esa óptica, que sondea piadosa y descarnadamente por el mundo de las frustraciones humanas, y que indudablemente es herencia de Pier Paolo Pasolini, es probable que su obra se asome a la sordidez, pero con tanta inocencia que jamás llega al derrotismo o a la desesperación.

Si en cierta ocasión Ruiz confesó estar influído por Godard y por Hitchcock, tales influencias han de limitarse solo al estilo. Su película está muy lejos de las especificaciones del primero y de la metafísica del segundo. Ni del uno ni del otro, por lo demás, han mirado con tanto fervor como él la condición del hombre.

H.S.G.