Los niños actores de Castilla
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PROYECTO 1, película chilena donde con­viven la ideología y el comic.

Se llama Proyecto 1, no porque el nombre real sea un secreto. sino porque todavía no se les ocurre. Y aún tienen algunos meses para pensarlo: está listo un copión de dos horas, pero faltan aplicaciones de color, sonido, la música de Cirilo Vila. Por eso, sería aventurado vaticinar calidades y resultados, pero no hay duda alguna de que este primer largometraje de Sergio Castilla (29 años) tiene abundante dosis de originalidad.

Incursionó por las escuelas de periodismo (2 años) y leyes (2 años) cuando abandonó su carrera de estudiante inconcluso para estudiar cine en Francia. Se recibió en el IDHEC de París, volvió en 1968 y en el 70 hizo su cortometraje Mijita.

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—¿Es más fácil filmar ahora que bajo el gobierno anterior?

—El hecho es que estamos filmando ahora y no antes. Habría que ver por qué. Confluyeron una serie de factores para que la película se pudiera hacer. Desde el 68 al 71 fue un eterno, estúpido, luchar, bregar, luchar: de pegarse conchazo tras conchazo para hacer la película. Fueron otras películas y otros guiones que nunca pudieron realizarse. Creo que por una falta de visión frente al problema de la producción, de la materialización de las cosas. Esa experiencia la aprovechamos ahora. Y es muy importante que, a partir del 70, uno realmente ve la posibilidad de comunicarse con las masas; uno
comienza a pensar de otra manera, si tú quieres. Eso permite acercarse mejor al problema, ya sea de conseguir la plata o el problema de la producción, del guión, de los actores, todo. Hay como un factor político general del país: es decir, se produce toda esa cuestión de ponerse al servicio del pueblo. Entonces uno espera, tal vez ingenuamente, que también se dé de repente la infraestructura, la mentalidad del cine, de Chile Films como una gran fuerza.

—¿Qué esperabas que sucediera con Chile Films?

—Bueno, uno se hacía, un poco soñadoramente, la idea de que el cine iba a adquirir una importancia extraordinaria, de que iban a existir medios y una cantidad de cosas, como créditos. Pero resulta que es imposible porque, de alguna manera, la dependencia en materia cinematográfica era tan grande, que resultaba imposible quebrar esque­mas en un año. Entonces, pienso que dentro del cine surgieron una serie de grandes equivocaciones, no porque no quieran hacer las cosas, sino porque no las saben hacer. Como si dentro del cine no se hubieran producido ni superado una serie de contradicciones para que este medio de comunicación adquiera toda la importancia que tiene. Falta participación y gestación de nuevas  ideas.

chilehoy4_14071972.jpg—¿Se le ve a Chile Films algún plan orgánico para estimular la producción nacional?

—Si lo tiene, yo no lo conozco. Lo que ya es grave. No porque yo deba conocerlo todo, sino porque pensamos que de alguna manera los cineastas debiéramos intervenir en la gestación de un plan de ese tipo.

Pero al margen de lo que haga o no haga Chile Films, están surgiendo las películas nacionales. Proyecto 1, por ejemplo, tuvo una larga gestación llena de variantes. Inicialmente la iba a hacer por su cuenta Sergio Castilla con su hermano Patricio (camarógrafo, estudios en Bélgica); sería un cortometraje para entregárselo a algún organismo estatal a raíz del medio litro de leche. Dice Castilla:

—Partimos de esa medida concreta y resulta que la película fue variando y del medio litro, digamos proteinico o de calcio, pasó a ser otra cosa: un medio litro de leche ideológico. Decir más sería entrar en esquemas y payasadas. Un medio litro de leche ideológico, pero de una leche rica, con gusto, como debe ser la leche. Incluso, a lo mejor, tiene un poco de malicia.

No hay actores profesionales. Participan más de 50 niños de entre siete y diez años, de una escuela de la Población Villa O’Higglns, que representan al pueblo. Aparecen y desaparecen, huyen y persiguen, atacan y se defienden. Se materializan por los recovecos más inesperados.

Entre los otros actores están Guillermo Cahn y Carlos Flores, dos realizadores de documentales que, de alguna manera, fueron convencidos para debutar como actores. El Ministro es interpretado por un abogado que jamás tuvo que ver con el cine: un ex inspector de la Contraloría hace el papel de un senador. Y, para interpretar a un norteamericano, hallaron a un médico yanqui, cuyo físico está a mitad de camino entre el ex Embajador Dungan y Ted Kennedy.

Los personajes se pueden reducir a abstracciones conceptuales como pueblo, reformismo, imperialismo; pero también es una extraña película de aventuras. El libreto de Castilla y Samuel Carvajal se desenvuelve en ese doble plano y —uno de sus aspectos más originales— se vale de los mecanismos de la historieta, del comic, para plasmar sus objetivos. Los personajes provienen de aquel mundo, con un norteamericano que de embajador se transforma en Superman o en infante de marina y una serie de otros recursos. Así, la película, en vez de recurrir a un lenguaje literario para expresar su simbología, entra de lleno en el mundo de aventuras del comic.

—Y los niños ¿fueron simples ejecutores pasivos?

—No te puedo decir que con los cabros chicos nos sentamos alrededor de una mesa a discutir y escribir el guión. La cosa fue distinta: por ejemplo, cuando había que resolver problemas de estructura, fuimos con los cabros al edificio en que se iba a filmar. Y. con su simple movilidad, nos mostraron cómo se resolvía todo este asunto, de cómo eran las subidas y bajadas, las entradas y salidas. Los cabros salían de cualquier parte. ¡Era una cosa increíble! Era cuestión de dejarlos libres y ellos mostraban cómo se hacían las cosas. Dentro de la filmación, los cabros pasaron por toda una transformación. Primero, todo era el descueve para ellos; después se cansaron y no querían actuar. Fue una relación bastante particular. No tenía ninguna posibilidad de coerción, de represión. No les podía pegar y no los podía echar, porque si los echaba, me quedaba sin película. Era una cuestión bastante fregada y tuvimos peleas enormes, de igual a igual; a garabato limpio y ¡hay que ver, qué cabros tan secos para el garabato!

Además le tomaban el pelo a uno. De repente se escondían en medio de los cajones v tenía que salir a buscarlos y estaban fondeados y hacían como que lloraban. Y de repente se levantaban riéndose v hacían «¡guaaa! ¡huichi! te pitamos». Así te hacían todo un juego. Amenazaban con cortarse el pelo, sabiendo que lo necesitaban del mismo largo por la continuidad. Pero, dentro del juego y las peleas, fueron comprendiendo el problema de la película y a medida que avanzábamos se iban poniendo cada vez más en onda. Fueron agarrando ideas de ritmo e ideas de duración de planos. Incluso sabían cuándo habían estado bien y cuándo no salía una toma. Y se organizaban ellos mismos y la repetían. Además, siempre había un asistente de dirección que era uno de ellos, que organizaba todo el asunto. Y yo preguntaba: ¿quién dirige esta toma? Y ellos respondían, la Rosa, el Chocolo o el Agustín.

—Lo que tratamos de hacer con la película es un poco trabajar con el trastrueque de las cosas, de cómo los niños o ciertas personas pueden cambiar el universo, trastrocarlo. Y eso es un poco cuestión de revolucionario. Darle a las cosas una utilización distinta a la que tienen. Y de repente los cabros chicos tienen esa gran capacidad de introducir un cambio de estructura, un reordenamiento enorme. Entonces —nosotros pensamos— eso está dado en la película.