Héctor Ríos, director de fotografía: “El cine es un trabajo en equipo”
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Al cine llegó por azar. Fue a Italia a aprender escenografía y terminó estudiando Dirección de Fotografía y Cámara en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma. De vuelta a Chile, tuvo que esperar unos buenos años antes de comenzar a aplicar sus conocimientos. La ocasión vino cuando Pedro Chaskel lo llamó en 1964  integrar la planta de Cine Experimental de la Universidad de Chile. Junto con el propio Chaskel, Sergio Bravo, Helvio Soto, Alvaro Ramírez, Douglas Hübner, Samuel Carvajal, Leonardo Céspedes –entre otros- formaría la pléyade de cineastas y técnicos que a través del alero universitario darían al cine chileno un perfil. Cine Experimental significó no sólo una productora de películas sino una escuela, un modo de hacer y ver el cine que marcaría profundamente el quehacer cinematográfico de esa época.

Los años siguientes son fecundos. Responsable de la fotografía de una serie de películas importantes (El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin, La colonia penal, de Raúl Ruiz), de la dirección y co-dirección de algunos documentales (Entre ponerle y no ponerle, Erase una vez y Venceremos), su carrera se ve interrumpida en 1973. Empieza un peregrinaje primero por Perú, luego Honduras hasta radicarse en Venezuela. Allí debe empezar de nuevo: “todo lo que había hecho en Chile era en blanco y negro y de pronto me ví enfrentado al color”. A los pocos meses se integra al medio, obtiene algunos premios, escribe un libro, Técnica cinematográfica en el cine, ejerce la docencia y hace la fotografía de algunos largometrajes (parte de ese trabajo pudo verse en la muestra de cine venezolano realizada el año pasado). Sin embargo, el reconocimiento que logra en Venezuela no le es suficiente y hace unos meses volvió “a empujar el carro” con todas las angustias de un reencuentro con una realidad “que se alejó demasiado y por mucho tiempo”.

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¿Qué significaron todos los años pasados en Venezuela?

-Fue el encuentro con un país fabuloso y con gente estupenda que me acogió con una solidaridad y camaradería inolvidables. Ahora en cuanto a mi oficio, no sólo me ví enfrentado a una aparataje técnico muy moderno y distinto al que estaba acostumbrado en Chile, sino que, además, tuve que aprender la técnica del color, dado que hasta entonces todo lo que había hecho era en blanco y negro. De repente, me encontré como atrapado en un territorio que no dominaba. Con el blanco y negro había logrado cierta soltura y de pronto me sobrevino este cambio radical, pero poco a poco fui superando mis problemas. Pienso que el período que estuve fuera del país fue significativo. Si bien no me ha llevado a ninguna cumbre especial dentro de mi profesión he logrado cierta disciplina, una cierta visión sobre el oficio, un gran cariño y respeto por lo que hago y un cierto afán de búsqueda de expresión a través del color.

¿Eso significa en cierto sentido que prefieres el mundo del color al del blanco y negro?

-Realmente no. Son dos formas de expresión tan distintas. Al comienzo, reconozco que sentía cierto rechazo por el color no sólo en relación a lo que ya hacía, sino en general al cine en colores que veía desde los años sesenta. Empecé a sentir admiración por el uso de los colores a medida que fui conociendo las obras más destacadas de los grandes directores de fotografía de Europa: Rotunno, Nikvist, Cuadrado, Alcott, etc. Ultimamente, he admirado mucho los trabajos de Néstor Almendros, Vittorio Storaro, Luciano Tovoli, que me han quitado de encima cualquier tipo de prejuicios que aún pudiera conservar.

Cuándo tú llegaste ¿ya estaba el auge de la nueva producción venezolana?

-Comenzaba. A partir de los años 74 y 75 se empezó a realizar una gran cantidad de cortos y largometrajes avalados por aportes estatales. El Ministro de Fomento abrió una línea de créditos que financiaban una parte considerable de cada proyecto; estos créditos debían ser devueltos paulatinamente a medida que se recuperaban en la taquilla los costos de producción. Se dieron muchos casos en que esa recuperación no se hizo efectiva y, sin embargo, los realizadores siguieron contando con ellos. Además, había un gran auge del documental porque muchas instituciones promovían sus actividades a través de documentales de encargo.

¿Tú empezaste haciendo cortos como director de fotografía?

-Sí. Cuando llegué, el Fondo Nacional para la Cultura estaba auspiciando la realización de un conjunto de 15 cortometrajes para directores relativamente probados y yo colaboré en algunos de ellos.

¿Trataban de algunas temática especial?

-Sí. Entre los temas  primaba lo antropológico, lo folclórico y de rescate cultural. Por ejemplo, uno donde yo participé como co-realizador y director de fotografía titulado Los tambores de Chimbángueles, (de Mauricio Wallernstein, Alberto Torija y Héctor Ríos) es sobre una fiesta religiosa en torno a San Benito, un santo negro que venera un grupo de pueblos al sur del Lago Maracaibo y que es una fiesta con ciertas raíces africanas, muy hermosa y de gran colorido. Posteriormente, tuve oportunidad de trabajar en cortometrajes de realizadores debutantes, experiencia muy rica en cuanto a los aportes que un director de fotografía puede hacer basado en una trayectoria más dilatada.

¿Y los largos que hiciste?

-Son casos puntuales. El año 77 fue muy especial en cuanto al número de producciones. De ese año son País Portátil –tal vez mi mejor trabajo en colores- y La empresa no perdona un momento de locura. Manoa, es del 79.

Cuando ví Manoa me pareció encontrar una fotografía más creativa, más audaz. En cambio, La empresa no perdona un momento de locura me pareció una fotografía más tradicional. ¿Te parece eso también?

-Estoy de acuerdo. Manoa presentaba una serie de facilidades para fantasear en el territorio de la fotografía, porque hay toda una búsqueda de épocas, un cambio de lugares y de situaciones y tiempos que no son totalmente reales.

Yo sentí mucho eso y pienso que la fotografía se adecuaba a esa atmósfera ambigua y fantástica que tiene la película.

-¡Como no! Había situaciones de cierto lirismo, irreales, que se prestaban para jugar con una serie de elementos visuales no convencionales. Solveig Hoogestein, la realizadora, posee una gran sensibilidad y establece una relación personal muy rica con el resto del equipo. Pienso que los logros de la fotografía dependen mucho de la relación con el director.

Entrando en el terreno específica de tu trabajo, ¿cómo es para ti? ¿cómo lo preparas?

-De partida quisiera decirte que siempre he sentido mi oficio como no técnico, sino más bien, ubicado en un territorio limítrofe entre lo técnico y lo artístico. Y en ese territorio limítrofe la relación con el director es fundamental. El diálogo con el realizador debe producirse desde el momento mismo en que uno conoce el guión y no parar hasta que la película esté terminada como imagen. La preparación de un proyecto lo va llevando a uno por distintas etapas de maduración y cuando se inicia la filmación ya tiene que estar muy claro lo que se pretende obtener en cuanto a la atmósfera, a un estilo, a un determinado cromatismo. Todos los factores que inciden para que la fotografía esté al servicio del tema apoyándolo constantemente.

¿Tú hablas de la etapa del guión o tú te enfrentas ya a un guión hecho?

-Cuando un director me llama es porque ya tiene un guión elaborado o muy claro lo que desea. Cuando se empiezan a visitar las locaciones las cosas varían, porque las mismas situaciones van motivando esos cambios. Cambios que vuelven a repetirse en la etapa de rodaje derivados de la puesta en escena. Todas estas modificada, gracias al trabajo, colectivo; el cine es esencialmente un trabajo colectivo. Para mí el director es quien aúna el talento y el aporte de todo un grupo de gente y lo conduce según sus planes y su propia capacidad.

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Tú has hablado de cromatismo, ¿cómo visualizas el color propio de un lugar o de una situación?

-Este es un tema que me preocupa mucho. Por citarte un caso: en las películas de Bergman. Creo que gran parte de la atmósfera que se consigue en exteriores se debe a los aciertos del director de fotografía, el cual logra hacer sentir al espectador esa luz nórdica tan especial y distinta en comparación a otras, la luz del trópico, por ejemplo. Recuerdo a propósito de la luz del trópico cuando me enfrenté a ella me esforzaba por llegar a descubrir la forma de reproducir esa luz. Una luz que lo invade todo, que arrasa con los colores, que los inunda y los llena de blanco, desaturándolos. Pareciera que uno está sumergido en una especie de cúpula luminosa y flotara sobre la luz. Una sensación que nunca pude lograr en las películas que hice, salvo en pequeños chispazos. Ha sido una preocupación constante para mí, porque no es cuestión de sobre-exponer la película para que los colores se desaturen. Es una atmósfera muy particular.

¿Y si usaras una película más lenta?

-No es un problema de exposición, sino más bien de filtraje. De alcanzar un dominio técnico muy grande y de tener los medios para experimentar y obtener por medio del filtraje, del tipo de películas y del revelado aquello que estás persiguiendo. Por otra parte, no sólo es un problema tecnológico, tiene que ver también con la sensibilidad y búsqueda de una cierta gama de colorido.

¿Tú prefieres, entonces, el filtraje?

-Sí, aunque es relativo. Uno utiliza una cierta gama de filtros que son de uso casi obligado. Pero hay otra serie enorme de filtros que permiten introducir modificaciones, sutiles o fuertes, y que influyen estéticamente sobre el resultado. En este terreno, el aprendizaje de la combinación de luces y filtros es muy largo.

De vuelta en Chile, ¿cuáles son tus planes?

-Por el momento estoy haciendo comerciales y viendo algunos proyectos con realizadores amigos, ya veremos que resulta. En lo personal a mi me gustaría cambiar a la realización. Me gustaría, para empezar, dirigir un documental sobre el circo. Es un tema que me atrae mucho. También quisiera filmar en Chiloé en invierno y Santiago en color (sólo lo he hecho en blanco y negro). Algo tengo avanzado, pero prefiero no hablar de ello, porque no son más que proyectos.

Este paso que quieres dar ¿es debido acaso a qué te sientes limitado como director de fotografía?

-No. Es simplemente una inquietud mía, que no sé si la voy a resolver bien o mal, pero quiero probar. De todos modos voy a seguir trabajando en fotografía. No quisiera transformarme de un director de fotografía aceptable en un mal director. Sin embargo, quiero ceder a la tentación de dirigir, ya sea en documental como en la ficción. En todo caso, creo que en el campo de la dirección de la fotografía no existen límites en cuanto a la búsqueda. La técnica avanza, pero jamás va a prescindir de lo que significa el lenguaje cinematográfico.

¿Y el retorno ha sido muy duro?

-Ha significado una serie de reencuentros con una realidad de la que me alejé demasiado y por mucho tiempo. De manera que, desde el punto de vista emocional, las primeras sensaciones me están resultando difíciles de asimilar. Con todo, estoy decidido a quedarme. Mi intención es ayudar “a empujar el carro” con los que siempre han estado aquí y con los que están volviendo y contribuir a un resurgimiento del cine nacional.


 

Héctor Ríos es responsable de la dirección de fotografía de 24 cortometrajes en Chile y Venezuela y de 17 largometrajes en Chile, Perú, Bolivia y Venezuela. En 1971, dirigió el cortometraje Entre ponerle y no ponerle y, con Pedro Chaskel corealizó varios documentales: Aquí vivieron (1964); Erase una vez (1964); Aborto (1966); Venceremos (1970). En Venezuela, codirigió junto con Mauricio Wallerstein y Alberto Torija Chimbángueles (1975).