El legado de Rafael Sánchez
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Chile debe ser un país lleno de maestros anónimos. Sin fuegos artificiales ni voces histriónicas, pasan alrededor nuestro personas con historias que de tan fantásticas parecen cotidianas.

Rafael Sánchez es uno de ellos. Rafael era un sacerdote que se enamoró del cine.

Una vez me tocó ver en una sala semi vacía un modesto documental llamado La cara tiznada de Dios, de 1963. En 16mm, con muchas rayas, aparecían en la pantalla los rostros granulientos de los mas desposeídos, niños con hambre y la cara llena de tierra con un cuento como voz de fondo. Una película experimental. Una película que debe haber pasado desapercibida en medio de la vorágine social de una década fulminante de la historia política nacional. Sin embargo ahí estaban los mismos preceptos: la miseria, la compasión y el descubrir, en la contemplación del otro, el verdadero sentido de las cosas. Fue la primera vez que vi una película de Rafael Sánchez, a quien conocía por el libro «Montaje, arte del movimiento», lectura obligada en las escuelas de cine de toda hispanoamérica y que hoy resulta mas fácil comprar fuera que dentro de Chile.

Sánchez filma su película cuando aún era seminarista, el año 1954. La tituló Así comenzó mi vida, y era un pequeño documental donde mostraba el por qué escogió el sacerdocio como vocación. Mas adelante cambiaría de giro y haría un tipo de cine documental que si bien continuaba la mirada cristiana y humanista, se adentraba derechamente en el mundo de los mas desposeídos. Así filma en 1958 una pequeña película que denominó Las callampas, sobre las poblaciones de la periferia de Santiago al borde del Zanjón de la Aguada, filmando justo al día siguiente de la toma poblacional del 30 de octubre de 1957.

El año que el Mundial de Fútbol se hizo en Chile, Rafael Sánchez hizo su primer largometraje de ficción, El cuerpo y la sangre, una sencilla historia que trataba de mostrar a través de una ingenua niña cómo los conceptos de la Biblia se pueden traducir al cotidiano. Este incomprendido film, cargado de elementos teológicos y cristianos, fue de inmediato objeto de la indiferencia por cineastas de avanzada que buscaban la representación de la cruda realidad por sobre “panfletos católicos”. La película quedó guardada por años en la misma Universidad Católica.

Rafael fundó a mediados de los cincuenta la primera escuela de Cine de Chile, el Instituto Fílmico de la Pontificia Universidad Católica. Ahí se dedicó a formar a la generación más importante, y heterogénea, de cineastas que ha existido en Chile. Desde Patricio Guzmán hasta Ignacio Agüero. Desde Carlos Pinto hasta Cristian Sánchez. Así Rafael llevaba a la práctica su mirada del cine: algo que no le pertenece a una persona, sino algo que hay que transmitir y amar.

Sin embargo un hecho marcó la vida de este sacerdote: se enamoró de una mujer. Pidió al Papa de la época renunciar al sacerdocio por amor. ¿Quién hoy renunciaría a su vida, segura y tranquila, por estar enamorado? Rafael lo hizo y se casó con esta mujer, un matrimonio que duró para toda la vida.

En los años sesenta, mientras sus colegas de la Universidad de Chile salían a filmar la cruda realidad de un país pobre e injusto, Sánchez se dedica a afianzar el Instituto Fílmico, y realiza algunos documentales institucionales como Angamos (1963), Faro Evangelista y Chile, paralelo 56 (1964).

Rafael Sánchez era cineasta y acordeonista. Su interés por la música lo hacía una persona muy interesante y atractiva de conocer. Esa rigurosidad también la llevaba al cine al editar sus films bajo normas netamente musicales, y le dedica en su libro un capitulo entero a la relación de la música y la construcción audiovisual.

Después del golpe de estado Rafael se dedicó a hacerle clase a los jóvenes cineastas. Le cerraron su escuela de Cine, y realizó varios documentales, siempre en una búsqueda formal y muchas veces poética. Mal visto por la izquierda por considerarlo evasivo, mal visto por la derecha por ser artista e intelectual, Rafael casi solo siguió haciendo cine, sin mucho importar el contexto pero si importando los valores humanos. De ese periodo datan documentales tan importantes como Mi valle del Elqui, un depurado ejercicio poético en imagenes sobre Gabriela Mistral, o Monumento sumergido, pasado por el canal de TV de la Universidad Católica.

A mediados de los noventa, ya mayor y con algunos problemas de salud, dejó de hacer clase. Una Universidad en la que hacía clases lo hacía subir cuatro pisos para llegar a su sala. Sin embargo sus capacidades intelectuales permanecían intactas. No toleraba la impuntualidad y su nota máxima era un seis, ya que “el siete es la perfección, y la perfección es Dios”. Su rigurosidad chocaba a los jovencitos que querían hacer cine y a la vez no dejaban de mirar de reojo si sus peinados estaban correctos.

Rafael murió a los 86 años, unos días después de que se terminase la restauración de su largometraje perdido en el tiempo llamado El cuerpo y la Sangre, restauración realizada por una de sus alumnas, Carmen Brito, hoy una destacada profesional. Ella es una de las personas que recuerda a este maestro, como muchos que se han ido en el mas absoluto anonimato.