CRONICAS CINEMATOGRAFICAS: “Si Mis Campos Hablaran”
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Han pasado varias veces mil años desde Homero y, sin embargo, aun no pasa de moda la epopeya. De tarde en tarde, hay quienes tratan de resucitarla, aunque no lleguen a igualarla y ni siquiera se aproximen a ella. ¿Qué fué, si no, ese folletín glorioso de Margaret Mitchell, denominado “Lo que el Viento se Llevó”? Ni más ni menos que el intento de realizar el poema épico, el cantar de gesta norteamericana. Ahora la cinematografía chilena realiza otro esfuerzo por crear la epopeya nacional que suplante a “La Araucana”, de don Alonso. El tema no está mal elegido y pudo producir un resultado espléndido mediante una concepción vigorosa, íntegra, inteligente. Pero no existe nada peor que el impulso hacia grandes cosas cuando se dispone de recursos mediocres para llevarlas a cabo. En este caso, lo mediocre -dicho sin embages- ha sido el talento de los productores, pues no les ha faltado dinero y tenían a su servicio un buen elenco de artistas capaces de desempeñarse con bastante discreción.

Se ha pretendido representar un motivo épico, indiscutiblemente: la luch a titánica de los primeros colonos, llegados al Sur de Chile, en contra de una naturaleza primitiva y salvaje, logrando hacer de ese medio hostil un manantial de riqueza y la base del futuro desarrollo de la zona austral.

El propósito está muy bien.

Pero, ¿qué ha resultado?

Un desfile de fotografías magníficas, sin duda, pero cuya repetición fatiga a los espectadores, cuando no las anima la acción humana que les corresponde. Como si no se supiera por qué causa los documentales que muestran cordilleras, ríos y valles son breves… Precisamente, porque, desprovistos de animación, de argumento, cansan. Tratemos de someter a cualquiera al deleite de una hora seguida de bellezas naturales y nos suplicará, al poco rato, que por favor le libremos de ese tormento.

Llega a las proximidades de Villarrica un barco con inmigrantes, y don Vicente Pérez Rosales los recibo ofreciéndoles todos los recursos para instalarse y trabajar la tierra. Se ven algunas escenas de tala de árboles. Poco después, el parto de un niño. Dentro de un rato, el parto de un ternerito. Hay, todavía, otro parto. Uno se figura, por momentos, encontrarse con una “Clínica Tarnier” instalada en plena selva. Pero no se puede negar, no obstante, que la escena del primer parto es fuerte, dramática. Pero nada más que esa escena. No tiene antecedentes ni consecuencias que se encuentren a la misma altura. Como en las películas mexicanas, aparece el hijo bueno y el hijo malo, siguiendo, cada uno, su destino. El niño bueno, como el gusta al público, a cierto público, triunfa, y el hijo malo, se pierde “en la vida”, como se dice en algunos parlamentos saturados de filosofía barata.

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Parece que para conferir a la película una intensidad periférica, ya que no la tiene en lo medular, se recurre a procedimientos de sorprendente simpleza: carreras y carreras por el campo. Corren los viejos, corren las mujeres, corre la pareja enamorada y, consecuencia de estas carreras, nace una criatura que no cumple otra función que la de servir un trozo de kuchen y un vaso de leche a Daniel, el tío y hermano malo, cuando, convertido en mendigo, se asoma, una vez, furtivamente, a su antigua casa.

Los actores se desempeñan de acuerdo con lo que se ha exigido de ellos, si bien no podrían negarse las condiciones que adornan a Onetto y aun a Chela Bon. Esta niña, con el tiempo, sometida a una dirección acertada, puede rendir mucho. Tiene aptitudes para algo más que para flotar desnuda en el Lago Villarrica. Ella misma deberá estudiar, aplicándose a obtener naturalidad, dominio de sí misma y posesionarse mejor de los papeles que se le encomiendan. Es del peor efecto el tono declamatorio de Roberto Parada al comienzo de la cinta. Recuérdese que ya la película ha soportado un largo discurso en la introducción, en el primer desfile de paisajes. Después hay otro discurso del jefe de los colonos, cuando desembarcan y la respuesta de Pérez Rosales al recibirlos. No se trata de un foro. Roberto Parada continúa en su tono solemne, oratorio, aun cuando se dirige a sus huéspedes para decirles: “Está listo el curanto”.

Si mis Campos Hablaran”. Los campos hablan, claro está, con la belleza imponente de sus volcanes, de sus lagos y sembríos. Pero los actores hablan poco. Hay largos espacios de silencio. Al comienzo, se exhiben tres letreros por lo menos, sin música, es decir, que fueron agregados al final, después de haber terminado la compaginación. Esta falla todavía puede repararse. La partida de Guillermo, el padre de la familia que protagoniza la obra, equivale a largos segundos de mudez. La cámara lo sigue por un tiempo demasiado largo, cuando habría bastado un enfoque para dar idea de su desaparición.

El tema, el título, el escenario mismo, requerían una obra de alta calidad. Es sensible comprobar que se ha malogrado. No, precisamente, porque los productores no aspiraran a una obra excelente, sino porque sus aspiraciones fueron desmedidas. No queremos decir que hayan salvado ese pequeño paso que separa lo sublime de lo ridículo, pero sí que han estado a punto de hacerlo.