CONTROL DE ESTRENOS: “La dama de la muerte”
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Si la calidad artística de una película, con generoso cuadro de intérpretes, acabada escenografía y destacada iluminación bastaran para hacer de ella una obra maestra, “La dama de la muerte” merecería este título. Carlos Hugo Christensen, el joven director argentino, se ha empeñado en producir una obra que satisfaga a los exigentes y a los técnicos. Pero para conseguirlo ha sacrificado no pocas de las ventajas que el film debió tener para el público. En  “La dama de la muerte” se prepara un ambiente de suspenso con la presentación de una galería muy rica de personajes caracterizados a la perfección: Carlos Cores, Guillermo Battaglia, Juan Corona, Agustín Orrequia, Italo Martínez, Plácido Martín y otros más que sería prolijo señalar. Dentro del vestuario de la época, adornados de bigotes, barbas y otros detalles característicos, dan la impresión de que en la película ocurrieran cosas extraordinarias. Pero pronto el diálogo predispone en contra. Hay declaraciones altisonantes, algunos parlamentos se tornan desagradables por su longitud, y todo el diálogo carece de naturalidad. Y si en la película ocurrieran cosas que llamaran la atención del espectador, si hubiese contrastes, alternativas, episodios que renueven el interés, el film atraería igualmente el gusto del entendido y la emoción del espectador ingenuo. Pero no es así, por desgracia. En “La dama de la muerte” suceden cosas, claro está, pero la selección del director se ha operado en el sentido de dejar sólo las más sombrías, y el fin mismo es trágico, desolador, innecesariamente tenebroso. Un joven de no más de veinticuatro años de edad (Carlos Cores) pierde todo su dinero en la mesa de la ruleta. Lo observa un anciano que se interesa aparentemente por él (Guillermo Battaglia). Cuando el perdedor abandona la casa de juego para ir a arrojarse al Támesis, lo detiene y lo interroga aquel anciano que lo ha estado observando. Después de hacerlo confesar la situación que lo empujó a jugar, le propone el ingreso a un club de suicidas. Las escenas que transcurren en el extravagante ambiente de este club son las más logradas del film y las que mayores esperanzas hacen concebir al espectador sobre el desarrollo de la cinta. En substancia, se sortea al que va a morir y se indica quién le quitará la vida por medio de las cartas que distribuye el presidente del club (Juan Corona). Designado el joven como la futura víctima, comienza la lucha para conservar la vida. Tiene siete días por delante. Intenta la denuncia policial: le fracasa, y en medio de su desesperación, recorriendo las neblinosas calles de Londres, encuentra a una mujer (Judith Sulián) que se obstina en acompañarlo. El joven posee ahora un nuevo motivo para procurar sobrevivir.

Conforme lo habitual, no contamos el resto del argumento para no arrebatar a nuestro lectores la sorpresa que el film pueda producirles.

Todo esto, como decíamos, está llevado a la pantalla con suma esplendidez en los detalles materiales. La reconstitución de la época, con trajes, muebles, lámparas, tapices, coches, casas y decoraciones artificiales y naturales escogidas con una consecuencia realmente impresionante, es lo más logrado que se haya hecho en la pantalla chilena y constituye un verdadero modelo para los directores que en lo futuro afronten entre nosotros una tarea semejante.

Largo camino ha recorrido Chile Films desde su primera producción. Siendo la reconstitución histórica de ésta mucho más accesible a nuestros medios, puesto que el escenario era local, la riqueza de “La dama de la muerte” representa implícitamente la más severa censura a la desaprensión con que se encararon los compromisos materiales de la presentación en “Romance de Medio Siglo”. Por estos pormenores técnicos que acusan un giro nuevo en la producción merece Chile Films una calurosa mención de aplauso. Nace ya allí el concepto de que hacer una película es tarea comprometedora que no se puede confiar ni a la buena voluntad de los dueños de una empresa ni a la colaboración desinteresada de sus deudos inmediatos. En el cine hay técnicos, especialistas, gentes que conocen el oficio y que dominan los mil trucos de la realización en todos sus detalles. Las películas deben ser hechas por ellos. Cameraman como Ricardo Younis, decorador como Jean de Bravura, maquillador como Combi, para citar sólo algunos de los principales en el vasto elenco de “La dama de la muerte”, aseguran la calidad técnica de una producción. Y desde este punto de vista, insistimos en decirlo, “La adma de la muerte” es casi irreprochable.

En lo que falla principalmente es en el argumento, basado en un relato de R. L. Stevenson y adaptado a la cinematografía por César Tiempo. La narración en sí misma no da para una película de largo metraje: le faltan episodios, escenas, intervenciones, variedad. En años de más ingenua técnica, las representaciones teatrales que se hacían en el tablado español ponían el entremés como alivio a la tensión dramática de la pieza de fondo. En el entremés surgían dicharachos, riñas, escenas domésticas, risueños apuntes de la vida con los cuales se trataba un eficaz contrapunto para el engolamiento señoril del drama. Aun cuando hayan cambiado las soluciones, la cosa en sí permanece. “La dama de la muerte” no permite en instante alguno que el espectador, abrumado con la visión de la muerte, suspenso ante las más trágicas inquietudes por la vida del protagonista, esboce siquiera una sonrisa. Cuando el presidente del club chancea con el aspirante a socio, la tensión del espectador se torna angustiosa. Aquello, dicho sea con todo respeto a Eramos de Rotterdam, es de una frígida inhumanidad.

Quedaba una última oportunidad para redimir la monótona sucesión de escenas lúgubres en esta extraña película: el desenlace. Pero la muse luctuosa no abandonó la mano del argumentista. Y el desenlace es una nota lúgubre más, la peor de todas, la más abrupta, la menos justificada de todas, porque es la irremediable.

En suma, “La dama de la muerte” es de aquellas películas no escasas en la pantalla francesa de antes de la guerra, en que se hacía alarde de todo género de virtuosismos de realización, aun a riesgo de malbaratar cualquier ingenuo pero legítimo deleite. Carente de emoción humana, de interés directo, la admirarán los entendidos, pero el espectador corriente la habrá de recibir con notoria frialdad.