Cine y revolución, por Aldo Francia
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Con la aparición de las últimas manifestaciones del Nuevo Cine Chileno, una serie de críticas se han levantado en nuestro país como en el extranjero. Su cuidada fotografía, tanto en lo que se refiere a la composición de volúmenes como de colorido, ha servido de blanco especial a los francotiradores nacionales y foráneos que han visto en ella un entreguismo esteticista o mercantil, lejos de los nobles principios de la “imperfección revolucionaria”.

Es la defensa de este cine, apriorísticamente “entregado”, la que me ha movido a escribir estas posas líneas. Lo hice en la forma más clara y didáctica posible, para que no quede ninguna duda sobre lo que entendemos, los que estamos embarcados en la construcción de este Nuevo Cine Chileno, por un cine “verdaderamente revolucionario”. (A. F. B.)



I. CAMBIOS EN EL CONCEPTO MORAL
1. Al hablar de moral en el cine, pensamos de inmediato en unas terribles escenas de dormitorio, en las que dos o mis personas, de los más variados sexos, pugnan en forma cada vez más ostensible procurarse exóticos y alambicados placeres sexuales. Y como contrapartida evocamos inmediatamente a unas cuantas señoras, todas viejas, de anteojos y con tijeras en la mano, empeñadas en suprimir hasta los más castos sentimientos amorosos de una pareja de románticos adolescentes.

Algunos, sin duda mentes de avanzada, también incluyen en el debate sobre moralidad a las escenas de violencia y sadismo, y aplauden con entusiasmo los arrebatos “modemos” de alguna censora más joven, en ese sentido. Y creemos que eso es suficiente, y que la moral cinematográfica no llega más allá.

Pero estudiemos el problema con calma, y veremos que la cosa no es tan simple como parece.

Para conocer los límites y atribuciones de la moral cinematográfica, hay que conocer los límites y atribuciones de la moral en general.

2. La palabra “moral” viene del término griego mers, costumbre, tradición. Y moral, vendría a ser, “actuar según la costumbre”. En un mundo que a través de las centurias y de los milenios no cambiaba prácticamente nada, actuar según la tradición era actuar según lo que no cambiaba. Vale decir, en otras palabras, actuar como la gran mayoría de la gente. Para ser moral había que actuar igual que los demás, y, lógicamente, hacer lo que los demás no hacían, lo convertían inmediatamente en inmoral. Había que permanecer lo más cerca posible del seguro “término medio” helénico.

De ahí que lo esencial era cumplir con el decálogo de la ley mosaica, decálogo que se remontaba a las leyes caldeas del Código de Hammurabi, a las acadias de Lipit Istar, a las sumerias de Ur-Nammu, y a las tradicionales de los primeros patriarcas neolíticos, dueños de mujeres y animales, y constantemente temerosos de que los individuos jóvenes de la tribu (salvajismo paleolítico) les arrebataran los unos y las otras. Una ley moral de corte policíaco y sexual, y con el aval incontrarrestable de la máxima autoridad divina, les aseguraba la posesión de todos sus bienes. La horda paleolítica, con su eterna lucha de los machos jóvenes para desplazar a los viejos, quedaba atrás. Una nueva moral había comenzado.

Pasaron los siglos y los milenios, y el mundo apenas cambió. Y la moral, escrita en las piedras y en la roca, con el fin de resistir el embate del tiempo, menos todavía. Prácticamente se llegó hasta el día de hoy con las mismas ideas morales neolíticas, especialmente en lo que se refiere al campo sexual. Pero el mundo, en los últimos decenios, avanzó velozmente. El hombre se remontó a los aires, llegó a la Luna y se acercó a otros planetas. Y ya no fue posible, frente a este mundo técnicamente desarrollado, y que cada día se va desarrollando más rápidamente, mantener la anciana moral sexual individualista.

La tecnología empequeñeció al mundo, acercando los hombres unos a los otros, al mismo tiempo que estos se multiplicaban en forma vertiginosa. Y, por otro lado, contaminó aire, campos, ríos y mares, hasta convertirse actualmente en el principal peligro para la supervivencia del hombre.

Ya no es posible vivir separados, pensando en el pecado y en la salvación individual. Hay que pensar en forma colectiva, y hacer todo lo posible para hacer avanzar la sociedad humana en el mismo sentido del avance tecnológico, eliminando así el peligro que el avance desorbitado de la técnica significa para ella.

Y asi nació la “moral social”, que vino a desplazar a la caduca “moral sexual”. Y frente a una moral estética se levantó una moral dinámica.

Actualmente, traicionando el sentido semántico de la palabra, “es moral todo lo que tiende a desarrollar y a favorecer el avance social”. Es moral todo lo que tiende a fortificar a la sociedad y a los intereses de la colectividad; y es inmoral todo lo que tiende a favorecer las prerrogativas del individuo.

Entendido esto, podemos afirmar ulteriormente que hay sistemas de gobierno que tratan de oponerse al veloz avance que habría que infundirle a la sociedad; mientras que hay otros que tienden a favorecerlo.

Pero quiéranlo o no, el avance tecnológico, positivo y negativo a la vez, provoca incontrarrestablemente un avance de la moral social sobre la individual. Ya no es posible vivir marginados de una tecnología homicida que lo invade todo, y contra la cual la única posibilidad de defensa es la sociedad organizada. Hay que compensar el desequilibrio técnico-social mediante la organización y el desarrollo de la colectividad. No tenemos otra chance. Organizarnos o morir.

3. Conocidos los objetivos de la moral actual, fácil es deducir cuáles deben ser los objetivos de la moral cinematográfica.

El cine, al igual que las demás artes, y más aún que ellas, puesto que es un medio de comunicación de masas, tiene la obligación de tener una moral, la que lógicamente debe ser la moral social contemporánea.

El cine debe apoyar el avance social, el avance colectivo, como preocupación primordial. Como elemento de comunicación masivo, no puede desentenderse de los intereses de la colectividad, y siempre debe tener como meta el avance social. Debe activar ese avance con inteligencia y en la mejor forma posible. Desentenderse de ello, afirmando que el cine es una mera entretención o un arte, significa una inmoralidad, y una inmoralidad humana y no simplemente cinematográfica.
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I. POSICIÓN DEL CINE FRENTE A LOS CAMBIOS
4. Aunque muchos cineastas lo nieguen, todo cine es político: o divierte a la gente, reconciliándola con el sistema imperante; o la lanza contra él. Y cuando hablamos de sistema, aludimos a esos gobiernos paralizantes, que odian los cambios y que hacen lo imposible para impedir un real avance social; o a lo más, lo disfrazan con una falsa sensación de bienestar que desaparece frente a la menor situación de apremio.

Esos gobiernos están interesadísimos en eliminar cualquier brote social de rebeldía que pueda atentar contra el orden establecido de las cosas, contra la ley y el orden, contra la paz estéril, y contra la detención del progreso social de la nación. Y para lograr ese objetivo usan del cine como una de sus armas preferidas. El cine pasiviza a las masas.

5. Para lograr esa pasivización, el cine se vale de sus especiales reglas del juego. La sala oscura, los primeros planos, y la desaparición de la sensación del “yo consciente”, aislan al espectador y lo identifican con los personajes de la pantalla. Toda su insatisfacción vital, todos sus deseos reprimidos de amor y aventuras los realiza y satisface a través de esos personajes de ficción. “El” es el valiente cow-boy, “él” es el avasallador Don Juan. Esa pasivización, esa entrega total, tiende a descargarlo de toda su agresividad contenida, de toda su rebeldía diaria, de toda su vital protesta contra el sistema. Es por eso que todo régimen “estacionario” (no partidario de los cambios) favorece este tipo de espectáculos. Es su forma de apaciguar a las masas, su forma de liberarse de un peligroso potencial revolucionario. Es por eso que el cine-entretención, ese que “no tiene nada que ver con la política”, es también llamado “opio del pueblo”, al igual que la droga o el alcohol. Una forma de escapismo como cualquier otra. Y el pueblo se reconcilia con el sistema dominante que le entrega esa droga, al igual que el drogadicto vive pendiente y dependiente del sujeto que le entrega su dosis periódica de paraíso terrenal.

Es por esto que todo cine es político, pues le sirve a los gobiernos para pasivizar y controlar al pueblo.

6. Pero hay otro cine, que a pesar de que también pasiviza al espectador, lo activa después de terminar el espectáculo. AI igual que el “cine-entretención”, también es un cine político, pero la activación post-espectáculo no es conformista como en el caso anterior.

El cine activante se vale de los mismos factores pasivizantes del cine político pasivizante, pero a diferencia de élinfunde la suficiente información para que, al término del espectáculo, el espectador concientice su problemática, y se rebele de algún modo contra un sistema que tiende a dejarlo en el mismo desamparo en que se halla.

Esta activización puede tener diversos grados: desde la activación mínima, por haber mostrado el filme una realidad chocante con un sentido menor de justicia, hasta la activación máxima que se manifiesta durante la proyección misma de la película.

A la activación mínima se tiende a llamarla “cine social”. A la activación máxima, “cine revolucionario”. De todos modos, sea mínimo o máximo el resultado, a todo este cine activante hay que englobarlo bajo el término genérico de ‘‘cine revolucionario”.

7. Tal como hay un cine pasivizante y uno activante, también hay un cine “estacionario” y uno “revolucionario”.

El primero corresponde al cine pasivizante, también llamado conformista, capitalista, imperialista, enajenante, reaccionario o burgués, términos que, como veremos luego, no corresponden completamente a la verdad.

El segundo es el cine activante, o también cine no conformista, marxista, social, político o comprometido, aun cuando tampoco estos términos correspondan a la verdad.

El cine revolucionario viene del término “revoltare”, dar vuelta, y el estacionario, del término “estítico”, inmóvil. Todo cine que tienda, consciente o inconscientemente, a mantener el orden establecido (sea de derecha o de izquierda) es un cine “estacionario”. Todo cine que pretenda cambiar las cosas, pero cambiarlas hacia adelante, en el sentido del avance social, es un cine “revolucionario”. También, teóricamente, hay un cine que pretende hacer volver las cosas hacia atrás, hacia el estatismo anterior. Sería una especie de activación al revés, y en ese caso habría que hablar de un cine “contrarre-revolucionario”.

En los países “revolucionarios”, que pasaron de un sistema capitalista a un sistema socialista, después del primer momento de euforia revolucionaria, en que el cine canta loas y vuelve a cantarlas a la lucha revolucionaria triunfante, se pasa a una segunda etapa en que ños cambios se “estacionan”, y en que la “revolta”, después de haberse producido, se inmoviliza y, generalmente, burocratiza. En este momento, pretender hacer un , cine revolucionario es ir contra la “revolución” detenida, contra la “revolución” institucionalizada; en otras palabras, contra el “gobierno de la revolución”.

Y se llega al triste caso de la cinematografía de ciertos países, totalmente abortados en su proceso dinámico, en que el cine sólo se limita a loar al gobierno y a cantar los beneficios de la “revolución” estática o estatizada.

En esos países, el único cine verdaderamente revolucionario es aquel que critica con buenas intenciones y ánimo constructivo las cosas que se han detenido, Con el fin de que la revolución siga su curso dinámico en un mundo que está en eterno dinamismo. Desgraciadamente, a menudo, el oficialismo de esos países mira con desconfianza a esos realizadores, y los combate y persigue con los términos de desviacionistas y contrarrevolucionarios, obligándolos a refugiarse en una constante simbología. Y aunque parezca paradójico, se llega al caso curioso de hermanar a los realizadores de ciertos países socialistas con los simbolistas realizadores del cinema novo brasileño, perseguidos por una dictadura que pretende “estacionar” al sistema capitalista hasta en sus más ínfimas manifestaciones.

8.
Entre el cine político que busca la pasividad del espectador, y aquel que busca su activación, existen otras clases de manifestaciones que no pueden ubicarse fácilmente dentro de una u otra posición. Sin embargo, mediante un pequeño análisis, es posible tratar de clasificarlas.

Es bien sabido que el cine político del sistema, que como ya dijimos, es aquel que busca la simple “entretención” del espectador, tiene dentro de los países capitalistas un doble objetivo real: un fin mediato de pasividad (interés del Estado) y un fin inmediato de utilidad comercial (interés de los particulares). El Estado promueve este interés inmediato personal, pues sabe que así obtendrá un beneficio secundario estatal sin mayor esfuerzo. Y es ese fin utilitario personal, en contraposición con el de utilidad colectiva, el que puede dar la clave y la ubicación de esas otras manifestaciones cinematográficas.

Entre ellas está el “cine-arte”, que es el cine que sólo busca una expresión estética. El cine que busca el arte, como una forma de expresión personal, es siempre una forma de expresión individual, en la que el autor busca expresarse a través de la pantalla y persigue la vibración de otras expresiones receptivas, tan individuales como la suya.

A pesar de esta “comunicación vibratoria” de índole estética, es un cine tan conformista y pasivizante como el comercial, ya que en última instancia, su interés personal de expresarse (y no de ganar dinero como en el cine comercial) también pasiviza al espectador, al desviar su carga de protesta a sublimaciones individuales puramente estéticas. Es un cine que desperdicia su calidad de lenguaje, de elemento de comunicación masivo, con el fin de inculcar ideas activantes, y se limita a un objetivo simplemente estéril y abortivo, como es el objetivo de la expresión estética.

Diverso es el caso en que esa expresión estática no es un fin en si, sino que sólo un medio para comunicar las ideas activantes. Un ropaje exterior de la idea que se transmite. Pero las cosas no son tan claras.

Y junto al cine-arte, en esa posición intermedia, existe el cine pedagógico o didáctico (documental) y el informativo (actualidades). Son manifestaciones que generalmente están junto al sistema, magnificando sus elementos positivos. Y desde ese punto de vista corresponden a un cine político conformista. Viven del interés económico que el sistema les proporciona, y no pueden colocarse contra él. Pero en muchos otros casos, ya sea porque están financiados en forma individual o por una visión clara de los elementos de lucha, ese cine va más allá de un conformismo de información, y entra netamente dentro de lo que llamamos cine activante o revolucionario. Toda película documental o informativa pueden ser “estacionaria” o “revolucionaria”, conformista o inconformista, pasivizante o activante. Aun las más inocentes en apariencia, como son las etnológicas, arqueológicas o sobre la fauna y la flora. Todo depende del sentido que el autor les da: si son simplemente evasivas, o si son realmente informativas, con el ánimo de inculcar en el espectador una enseñanza real de cómo se produjeron o se producen los hechos.

9. Y frente a estas manifestaciones cinematográficas que aparentemente tienen una situación ambigua, hay otra clase de cine que en forma apriorística declara su posición política. Es el “cine comprometido”.

El cine comprometido no tiene un fin comercial, sino que es abiertamente político, sea en pro de la revolución o sea a favor del “status”, promoviendo el avance o procurando la inmovilidad del fenómeno social.

Generalmente, dentro del cine comprometido se excluye al cine pasivizante, pero el “compromiso a un ideal político” es igual, tanto en uno como en otro caso.

10. Antes de terminar este párrafo sobre las diversas posiciones que toma el cine frente a los cambios, debemos agregar algo sobre lo que se ha dado en llamar cine enajenante o alienante.

Aclaremos.

Todo nuestro sistema de vida es enajenante, pues está sometido a las presiones de un sistema político-comercial que tiende a producir ese estado. Deshumanizando al hombre, “enajenándolo” con una problemática de insatisfacción permanente por bienes materiales que están al alcance de su mano, pero que lo obliga a trabajar para conseguirlos, el sistema mantiene su control sobre su “clientela”.

Es por eso que el sistema actúa a dos niveles. Por un lado acepta y estimula la propaganda comercial desencadenada, que provoca un estado de insatisfacción permanente con el fin de aumentar las ventas (“Si quiere triunfar en la vida, use zapatos de la Casa Nixon. Yo no uso zapatos marca Nixon; yo no soy un triunfador; yo no soy feliz. Hagamos todo lo posible, entonces, para trabajar más, ganar más, y comprar así zapatos Nixon. Seré un triunfador. Seré feliz”).

Y por otro lado, para compensar esa infelicidad permanente, el sistema nos procura una serie de satisfacciones enajenantes (“Como tu vida está totalmente  reglamentada por nosotros, aunque tú no lo veas, por el determinismo de nuestra sociedad de consumo, hay que darte alguna ilusión de libertad para que tu enajenación deshumanizante no termine en locura o suicidio. Aquí tienes cine, para que también tú tengas una vida imprevista, aventurera y libre… en la pantalla”).

Para terminar, podemos afirmar que todo cine es enajenante. El mal llamado cine desenajenante en realidad no es tal. También es enajenante en realidad no es tal. También es enajenante; pero como clarifica conceptos y situaciones, su acción posterior tiende a acelerar el avance social. En otras palabras, es un cine enajenante durante la exhibición, pero desenajenante después de ella.

III. POSICIÓN DEL CINEASTA REVOLUCIONARIO

11. El cineasta revolucionario es el que lucha para acelerar el proceso de cambios y ayudar al avance social.

Pero para contribuir en forma efectiva a ese avance debe sopesar las posibilidades que tiene. En otras palabras, debe actuar con “criterio”.

Criterio es lo que permite a cada cineasta revolucionario dictaminar con cierta seguridad, lo que él es capaz de hacer para ayudar a ese avance.

Hay cineastas que quiere ser revolucionarios, pero que no tienen mucho criterio. Equivalen dentro del campo cinematográfico a aquellas personas, por lo general adolescentes, que hasta el día de ayer permanecieron completamente ignorantes, gracias a las habilidades del sistema, de las injusticias cometidas por éste, y que, en cierto momento, al scarse el vendaje social o religioso conformista, descubrieron que el mundo no era tan perfecto como ellos habían pensado. Y sintiéndose engañados, se lanzan descontrolada y exageradamente a combatir todo lo que hasta el día de ayer habían venerado. Son los rebeldes de la última hora, los que no solamente luchan contra la injusticia, sino que también, por resentimiento y rencor, contra los que los mantuvieron en la ignorancia por años y años.

Esa falta de criterio, ese descriterio que los hace lanzar piedras más allá de sus posibilidades reales, y que generalmente provocan un descalabro en un verdadero avance social, es completamente antirrevolucionario, pues retarda o paraliza el proceso.

Pues bien, también hay cineastas “rebeldes” que actúan del mismo modo. Al igual que los adolescentes de nuestro ejemplo, creen que sólo ellos están en la posición verdadera, y que todos los demás, “revolucionarios con criterio que saben lo que pueden rendir”, son retardatarios, burócratas, fósiles, desviacionistas o reaccionarios emboscados. Al igual que esos adolescentes, creen que la revolución recién empieza, olvidándose de los muchos años en que, paso a paso, se ha ido avanzando en el camino de la lucha por una mejor sociedad. Y como depositarios únicos de la revolución, lanzan sus gritos de batalla a través de panfletos cinematográficos, inflamados de odio, desequilibradamente emotivos, y que sólo son vistos por otros tan exaltados como ellos. Pero estos panfletos son rechazados o no llegan a las masas. El criterio es la viga maestra que permite al cineasta revolucionario sopesar sus posibilidades.

Primero dictaminará hacia qué público está enfocado su discurso fílmico, y usará las palabras adecuadas para ese público, sencillas o difíciles, pero siempre claras y bien dichas. Y segundo, determinará qué posibilidades técnicas y de conocimientos, de costos y de recuperación tiene, pues si se lanza a hacer una película por debajo de sus posibilidades, perderá público, mercado y posibilidades revolucionarias activantes; y si lo hace por encima, como sería el caso de una sobreproducción, fracasará completamente en la recuperación del capital invertido, y ya no podrá seguir filmando por falta de dinero y de créditos.

Tanto en un caso como en el otro, se trata de una falta de criterio revolucionario. O dicho en otras palabras, de una falta de moralidad social.

12. ¿Cuál es el lenguaje que tiene que emplear el cineasta revolucionario para transmitir sus ideas?

Para muchos, cine revolucionario es sinónimo de “cine imperfecto”; y todo cine perfecto es sinónimo de capitalismo. Y como desean ser cineastas revolucionarios, rompen la perfección de lo que hacen para dar un aspecto, una apariencia revolucionaria.

Es comprensible que un cineasta que filme en los pantanos del Vietnam, o con la escasez de medios de la guerrilla urbana, no tenga ni la posibilidad, ni el tiempo suficiente para cuidar de su material; y éste aparecerá descolorido, movido o mal montado o con un pésimo sonido. Pero para el cineasta revolucionario que tiene los conocimientos, los medios y sobre todo, las posibilidades de una distribución comercial, es deshonesto e inmoral no hacer un cine lo más técnicamente perfecto que le sea posible. Deshonesto, pues simula lo que no ese inmoral, por perder posibilidades de difusión en medios de población, que con una técnica mejor podía haber alcanzado.

Una cosa es no poder filmar mejor, ya sea por escasez de medios, conocimientos o cultura, y otra cosa es por un esteticismo falso: la estética de la pobreza. Filmar imperfectamente, pudiéndolo hacer mejor, es igual que vestirse de revolucionario. En ambos casos es un disfraz, y por lo tanto deshonesto. Es como aquellos muchachos que quieren ser revolucionarios sin serlo realmente, y que para ello se ponen botas, blusas, gorras, se dejan crecer barbas y pelos, y visten en la forma má desaliñada posible. Si fueran verdaderos revolucionarios no tendrían por qué vestirse así. Igualmente los cineastas, que tratan de copiar los resultados imperfectos de un cine que “no puede” ser mejor, y que ponen un disfraz de imperfección en sus obras como diciendo “yo también hago un cine revolucionario porque hago un cine imperfecto”, tampoco son revolucionarios verdaderos. Son simples demagogos.

El cine es un lenguaje y, como todo lenguaje, tiene palabras bien dichas o mal dichas. Pero no es la palabra lo que importa en un cine revolucionario, sino que la idea.

Si un obrero dice “aua”, y una persona de cultura más desarrollada dice “agua”, ambos dicen lo mismo; pero si el culto pretende llegar a los medios obreros con el disfraz de la imperfección, con el disfraz del lenguaje no cultivado, con el “aua” en vez del “agua”, está fingiendo lo que no es. Fingiendo ser obrero, fingiendo tener una cultura primitiva. Es como si se vistiera de obrero para hablar a los obreros. A nadie va a engañar. Y el obrero se va a sentir molesto frente a una persona, que él sabe intelectual, pero que le habla con palabras tan mal dichas como las dice él (y que él quisiera poder decir mejor). Es el mismo caso de esos padres que le hablan a sus hijos con el lenguaje infantil del niño, en vez de usar las palabras correctas que el niño conoce pero que no “puede” formular más perfectamente. Cada palabras hay que decirla lo mejor posible; cada plano hay que hacerlo lo mejor posible que se pueda. Sólo hay que usar palabras-planos más difíciles o menos difíciles según el medio al que vaya dirigido el discurso. Usar palabras sencillas y palabras complicadas si el medio es poco o muy desarrollado culturalmente. Pero nunca la opción es usar palabras bien o mal dichas.

13. Pero no solamente se habla de un cine revolucionario “imperfecto”; también se habla de estructuras cinematográficas revolucionarias y estructuras cinematográficas capitalistas. Como si hubiera dos clases de lenguaje cinematográfico diferentes. Sólo hay ideas diferentes.

Si tenemos la posibilidades de hacer una gran sobreproducción, al estilo de Hollywood, pero con ideas activantes, hagámosla. Con ello alcanzaremos a una gran masa de población, que de otra forma no habríamos alcanzado. Por otro lado, también se puede hacer y de hecho se hace, cine conformista y estacionario, con estructuras muy pobres y con un lenguaje completamente imperfecto.

Con los mismo planos filmados, en la mesa de montaje, un cineasta revolucionaria y otro conformista hacen dos películas completamente antagónicas.

Veamos un sencillo ejemplo.

Tenemos dos planos filmados: uno que muestra policías apaleando obreros; y otro, de obreros lanzando piedras contra policías.

El cineasta revolucionario pondrá primero a los policías apaleando y después a los obreros lanzando piedras. Y el público aplaudirá con entusiasmo la reacción de la clase obrera.

El conformista montará los dos planos al revés, con lo que el público –su público- aplaudirá a la policía defensora del sistema, por reprimir los desbordes de una masa de exaltados.

Los planos son los mismos; pero la idea y el resultado final son completamente diferentes. Existiendo la posibilidad, hay que filmar películas activantes dentro del sistema. Es la mejor oportunidad para lograr el mayor efecto posible. Y para ello tenemos que darle al filme la mejor factura posible, olvidándonos si en Hollywood lo hacen así o en forma diferente. Debemos tratar de conseguir la mayor divulgación posible, usando sí se puede, los mismos elementos cautivantes del cine comercial. No hacerlo por un falso esteticista revolucionario (como si hubiera una estética para un cine que quiere ser cine social y no cine-arte) es perder posibilidades de divulgación. Lo esencial es hacer el filme, cuidando y dosificando lo que se le va a inculcar a ese público completamente desinteresado o contrario a nuestras ideas. Si lo que es muestra es muy fuerte para sus principios reaccionarios, el film será un fracaso de público y nuestro objetivo activante se perderá. Si es muy débil, el efecto será muy inferior a lo que la posibilidad brindaba. Tanto en un caso como en otro, un fracaso.

14. Antes de comenzar un filme hay que preguntarse, antes que nada, a qué público va dirigido el filme. Si es un público activado, o si son bastiones que hay que activar.

Hacer cine para activar a personas ya activadas tiene mucho de masturbación estéril. Es ridículo convencer a los convencidos de lo mismo. Es buscar aplausos con el único fin de ver lisonjeada la vanidad personal.

Lo esencial es convencer a los no convencidos. Y para ello hay que hacer un cine inteligente, cuya finalidad revolucionaria no sea evidente. No actuar así, es actuar sin criterio. Es ser descriteriado.

Si el “yo consciente” del público ve esa finalidad del director, la rechaza en forma inmediata; pero si no la ve conscientemente, y sólo el “subconsciente” capta la activación buscada, el efecto será enorme, pues el espectador creerá que son pensamientos personales de él los que lo llevaron a deducir lo que el filme pretendía ocultamente.

Los más fuertes planfletos son los que no se ven.

Si en la pantalla se muestra un niño vago, y una voz en off lo indica como secuela de una sociedad de consumo, y para ello muestra como contraste el lujo de una fiesta de ricos, el espectador no revolucionario rechazará indignado a esas imágenes como tendenciosas y falsas.

Pero si el realizador se limita a hacer pasar al mismo niño vago por un ángulo de la pantalla, mientras toda la acción se desarrolla en el interior de un auto de lujo o en el jardín de una mansión, sin darle ninguna importancia, como si el niño casualmente o al margen de la puesta en escena hubiera pasado por allí, el efecto en el alma desprevenida del espectador será enorme. Es muy posible que conscientemente, por el interés de la trama, no haya tenido la posibilidad de relacionar ambos hechos, pero subconscientemente la imagen buscada lo impactó, y esa imagen le aparecerá más tarde en la tranquilidad de su casa. Y será él el que sacará conclusiones. El espectador rechaza que lo traten como a un niño chico, y es por eso que rechaza violentamente la trampa del panfleto. Sólo el convencido responde afirmativamente con aplausos y gritos. Pero ése no interesa. El otro, ese que estamos buscando activar, lo recibirá con silbidos o abandonará furioso la sala de espectáculos.

Hagamos cine revolucionario, pero hagámoslo con inteligencia. Hagámoslo con criterio. Y dejemos de criticar a los que lo hacen con una visión más clara de las posibilidades; a los que lo hacen para las grandes masas que hay que activar, y no para las pequeñas capillas de incondicionales. Lo esencial es activar a los pasivos; despertarlos del letargo de una frustrante sociedad de consumo; incrementarlos a la marcha de los pueblos que avanzan en busca de su destino. Esa debe ser la meta de los cineastas. Los aplausos son fáciles de conseguir; pero en nada van a ayudar a la revolución de nuestra sociedad. Y aunque nos sintamos felices por el aparente éxito obtenido, en el fondo habremos fracasado, pues perdimos una buena ocasión de ayudar positivamente al avance social de nuestro mundo subdesarrollado.