Cine chileno: ¿qué hacer?
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¿Qué tipo de cine debiera hacerse en Chile, dada su realidad económica, social y política? ¿Qué base técnica y/o industrial se ajusta a nuestras necesidades? En la producción, ¿dónde debe ponerse el énfasis? ¿En cortos o largometrajes? ¿En 16 ó 35 milímetros? ¿En cortos agit-prop o en cortos didácticos? ¿En largometrajes con altos costos y compleja producción? ¿En largos de mediana ambición, o en otros de mínimo gasto? ¿Nuestros films deben financiarse aquí, con las recaudaciones nacionales, o exportándolos? ¿O hay que buscar los dos caminos?

 

INTERROGANTES como éstas abundan. En buena parte están condicionadas por consideraciones políticas; por el papel (o papeles) que el cine deba cumplir dentro del proceso chileno y que a su vez determinará otras respuestas, incluyendo las prioridades en su equipamiento.

No se trata de «un Chile Films lleno de barbones que teorizan», frase con que Eduardo Paredes, actual presidente de Chile Films, describió una etapa anterior de la empresa. Pero el pragmatismo furioso es tan peligroso como la teorización tremebunda.

La racionalización y buen funcionamiento administrativo son una premisa inicial y fundamental, pero evidentemente no constituyen un fin en sí. La burocracia y los engranajes administrativos tienen que estar al servicio de la producción. ¿Pero de qué producción?

En general, en las medios artísticos chilenos se ha notado muchas veces la tendencia de «hacer camino al andar», de avanzar intuitivamente: pero hay momentos que exigen una acción mas definida, donde las resoluciones prácticas debieran surgir de clarísimas metas a largo plazo.

Un momento de esta índole se presenta para Chile Films con el apoyo que ahora le prestará la URSS y que. según informa un funcionario de la empresa, ascendería al imponente total de 12 millones de rublos. «La base técnica de Chile Films no permite en el momento actual hacer largometrajes y los camarógrafo son verdaderos héroes al trabajar en tan precarias condiciones.» Esa, según consta en «El Siglo» (10 de junio) fue una de las conclusiones de la delegación soviética encabezada por Boris Vladimirovich Pavlenek (vicepresidente del Comité de Cine del Consejo de Ministros de la URSS), que estuvo dos semanas en Chile, estudiando las condiciones técnicas en que se desenvolvía Chile Films y las bases de la cooperación soviética para su posterior desarrollo.

«Chile —dijo Pavlenek, según la misma fuente— necesita una técnica cinematográfica que corresponda a los standards mundiales. No hay que olvidar que estos niveles exigen una técnica depurada y muy alta.» Y la base técnica de Chile Films «sólo permite a los camarógrafos llevar a feliz término películas documéntales y no más de dos largometrajes filmados en exteriores.»

La delegación soviética (además del director de «Liberación», Yuri Ozerov, y la actriz Eva Kivi) contó con técnicos de alto nivel y sus conclusiones bien merecen ponderarse seriamente. Pero los soviéticos —y es muy explicable— opinan desde su realidad, muy distinta a la del Tercer Mundo. El nivel técnico mínimo varía según las condiciones de un país y la naturaleza de su cine. Y hay que recordar que una amplia infraestructura no necesariamente se traduce en buen cine.

En el caso preciso de Chile Films no está de más recordar que en dos oportunidades anteriores fue equipado con miras industriales: hace poco más de treinta años (cuando se fundaron los estudios) y luego durante el gobierno de Frei (y la presidencia de Patricio Kaulen), cuando se importó equipo por un valor cercano al millón de dólares.

También se pueden recordar las estudios mexicanos, técnicamente imponentes, y la calidad del producto que de ellos emana. O, en el extremo opuesto, cómo surgió el cine clásico de la URSS, en condiciones difíciles y con bastante deficiencia de medios técnicos.

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En el caso del cine chileno, el sonido sin duda es un problema y las grabadoras soviéticas Ritmo 2 (muy parecidas a las Nagra) serán utilísimas y también una serle de otros elementos básicos, cuyo aporte constituirá una primera etapa de la cooperación soviética, que también incluye cámaras para el Noticiario (con el que se establece intercambio). La segunda fase ha sido descrita como «reconstrucción» de los estudios y también habrá producciones conjuntas («la palabra coproducción — dijo Pavlenek— es un término capitalista»), aparentemente sobre temas de autores chilenos.

Los elementos básicos, entre las que también se incluirían proyectoras para el circuito en 16 milímetros, evidentemente son una necesidad. Las interrogantes comienzan cuando hay que determinar los equipos más allá de lo esencial, «que permitan una técnica depurada y muy alta».

¿Quién lo va a decidir? A pesar de sus buenas intenciones, el criterio de los funcionarios bien puede ser insuficiente. Faltaría la participación de los cineastas, tal vez en una forma parecida al Consejo de Lectura (compuesto por escritores) que asesora a Quimantú en la selección de sus títulos. De aquí también podría surgir la manera de encarar el problema de fondo, ya formulado en 1969 por el realizador cubano Julio García Espinosa y que es igualmente válido para el cine chileno: «La mayor tentación que se le ofrece al cine cubano en estos momentos —cuando logra su objetivo de un cine de calidad, de un cine de significación cultural dentro del proceso revolucionario— es precisamente la de convertirse en un cine perfecto.»

No se trata de replantear las conceptos de un «cine imperfecto» de García Espinosa, por valederos que sean en muchos sentidos. Pero bastará recorrer el panorama mundial y se verá que el cine del Tercer Mundo, pese a mil y un problemas técnicos, ha alcanzado una muy considerable vigencia. No contará con grúas hidráulicas y sus travelling los hará sobre rieles improvisados o desde una silla de ruedas, pero eso a nadie le preocupa. Lo que el espectador pide a este cine no es una técnica depurada, sino un vigoroso reflejo de su realidad.

Ese tipo de técnica es el producto natural de sociedades desarrolladas, de un cine —por ejemplo— como el soviético o el norteamericano, donde se dan grandes producciones en forma constante. Los equipos, muy sofisticados también, traen aparejados el problema de quién las maneja. Por cierto, se puede enviar a técnicos chilenos a la URSS en misión de perfeccionamiento, pero esto encerraría el peligro de una élite indispensable y también es un proceso lento.

El ideal es que los equipos de Chile Films estén al servicio tanto de las producciones propias como dé los realizadores independientes; que haya cada vez mayores posibilidades de filmar; que las elementos jóvenes se fogueen en documentales (ya que su formación en las escuelas chilenas es bastante problemática). Y esto, a su vez, también es una consideración para tener en cuenta al equiparse los estudios.

La riqueza potencial del cine chileno no está en su pulcritud formal. Películas «bien hechas» y de alto nivel técnico abundan en el mundo. Lo que en cambio escasea son los films de creación. La misión del cine chileno en estos momentos es captar y reflejar —de una u otra manera— la rica y compleja realidad que vivimos. Lograr que esto se haga en la forma más intensa y eficaz posible debe ser la meta número uno del momento actual. Un equipo más o menos, una mayor o menor técnica, no constituyen una meta, sino un medio.

Con los standards mundiales no interesa competir. Ni hace falta. Ya se ha comprobado de hecho, a través de lo nuestro —por ejemplo en películas de Littin, Ruiz, Francia, Soto—, cómo se concita el interés por nuestro cine. A pesar de su pobreza y a pesar de su técnica muchas veces imperfecta.