Brújula Cinematográfica. «El Padre Pitillo»
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Aunque los variados recursos del cine exaltan la mayoría de las veces los riquísimos temas del teatro, las excepciones son impresionantes. Con “Sueño de Una Noche de Verano”, por ejemplo, el cine norteamericano restó eficacia al juego de las tablas, otro tanto le ocurrió después al cine argentino con “Bodas de Sangre”, y el mismo pecado exhibió no hace mucho el cine mexicano con “La Monja Alférez”.

Falto fuerza a la secuencia y a la expresión de la imagen: la temática careció de su prestancia primitiva.

En esta primera versión cinematográfica de “El Padre Pitillo”, la difundida comedia de Carlos Arniches, el nervio de la pieza se quedó – según suponemos – en el tintero del adaptador. Se trata, como bien han podido apreciarlo quienes la han visto en un escenario, de un asunto dramático; de un conflicto entre una prepotencia social y un noble cura de aldea, simple y bonachón, que reivindica la honra de una mujer. Lógico era suponer, atendidas todas estas circunstancias, que el cine debió crear, primeramente, todo el clima de un pueblo pacato, puritano y a veces displicente, y que luego los actores debieron definir todas las facetas de un estado de cosas caprichoso y atrabiliario, en que las gentes hacen gala de una tozudez, se diría innata.

En un esfuerzo encomiable, por lo meticuloso y digno, por lo que ha sido un despliegue de hermosos decorados, Chile Films salvó el marco decorativo de “El Padre Pitillo”.

En cuanto a los actores, Lucho Córdoba, el astro de tantos éxitos cómicos (25 años en el teatro y tres en el cine), se dio a la creación de un tipo distinto a los que le hemos conocido, y llenó – la verdad sea dicha – su cometido. Requería gestos e hizo derroche de ellos; debió darle agilidad a su papel, y llenó los cuadros, quedando su espíritu y simpatía latentes cuando la cámara se dirigió hacia otros personajes. Con todo, Chea Bon es uno de los “tipos” mejor logrados de este film. Sus atractivos físicos y una dúctil y sutil expresión de su temperamento flotan en la pantalla y vibran en la conformación del drama. Elena Moreno, la beata sorda; Nieves Yanko, la señora Ojeda; Pí Canovas, el Tenazas; Mireya Véliz, la beata parlanchina; Plácido Martín, el Obispo; Conchita Buxón, la hermana del Padre Pitillo, y Teresita, la criada de los Ojeda, correctos. Salvo como ya dijimos, esa definición de clima y personajes, que no se compadece con lo esperado, y que el director, Roberto de Ribon, debió afrontar con una dosis suficiente de energía en la movilización de sus muñecos.

Enos “entradones” han coronado el estreno de “El Padre Pitillo”. El hecho no nos sorprende. Una técnica satisfactoria, una actuación pareja de actores fogueados, o con muchas ansias de triunfo, y un tema que, a pesar de sus requiebros, es atrayente y simpático, son factores suficientes para ganarse el grueso público.